Al amanecer, la señora Navárrez todavía seguía sollozando y gritando.
Durante el día no era tan terrible. El coro masivo de niños que lloraban en distintos puntos de la casa le confería esa gracia salvadora que era, casi, una armonía. A eso se sumaba el traqueteo de las máquinas lavadoras en la galería del edificio donde las mujeres en batas de felpilla, de pie sobre las tablas mojadas del piso, intercambiaban rápidas frases mexicanas. Aun así, de tanto en tanto se podía oír el quejido de la señora Navárrez en medio de las agudas voces, las lavadoras, los bebés:
-¡Mi Joe, oh, mi pobre Joe! -gritaba.
Al atardecer llegaron los hombres, con el sudor del trabajo bajo los brazos. Mientras se remojaban en bañeras llenas de agua fresca, en todo el edificio donde se preparaba la cena maldijeron y se taparon los oídos con las manos.
-¡Todavía sigue con eso! -rabiaron, impotentes.
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