Cuentos de los Hermanos Grimm
Cuando hablaba en el otro topic acerca de la Mitología Germana, surgió entonces el nombre de los Hermanos Grimm entre el análisis, y es así que he decidido crear un tema aparte para hablar de ellos, y traer todos los Cuentos Clásicos para poder recordar, analizar y deleitarnos.
El nombre de los Hermanos Grimm es quizá más conocido que ellos mismos, siendo Jacob Grimm el mayor de los escritores (Nacido en el año 1785 y fallecido en 1863) mientras que su hermano menor Wilhem Grimm era un año más joven (1786 y falleció en 1859)
Estos hermanos alemanes fueron no solo conocidos por la gran cantidad de Cuentos, Mitos y Leyendas Alemanas, sino también por haber contribuido con la elaboración de un Diccionario y colaborado con la Gramática alemana, siendo por eso considerados como fundadores de la Filología Alemana.
Es por ello que si bien son mayormente conocidos por su labor como recopiladores de historias, destacándose sus Cuentos de Hadas, también tenemos en cuenta la investigación lingüística y la docencia que han ejercido en pos de difundir y trabajar sobre el idioma alemán, valiendo además un estudio lingüístico que ha sido conocido como Ley de Grimm.
Estas obras se complementan además con la obra Deutsches Wörterbuch, un completísimo diccionario de Etimologías y uso del Léxico Alemán, que consta de 33 tomos.
La Hija de la Virgen María
A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo: “Soy la señora de este país; tú eres pobre miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella.” El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio. La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla. Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y la dijo: “Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego esas llaves de las trece puertas de palacio, puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercia que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias.” La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Llenábase de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No la quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que dijo a los pajes que la acompañaban. “No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija.” - “¡Ah! no,” dijeron los pajes, “sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia.” La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarla descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí: “Ahora estoy sola, y nadie puede verme.” Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y la dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que todo se la volvía lavarse.
Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo: “¿Has abierto la puerta decimatercera?” - “No,” la contestó. La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Díjola sin embargo otra vez. “¿De veras no lo has hecho?” - “No,” contestó la niña por segunda vez. La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarle la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y la dijo por tercera vez: “¿No lo has hecho?” - “No,” contestó la niña por tercera vez. La señora la dijo entonces: “No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio.”
La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto. Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte, que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirla de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar. Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Gastáronse al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.
Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y la dijo: “¿Cómo has venido a este desierto?” Mas ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo. “¿Quieres venir conmigo a mi palacio?” Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en sus brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde la dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.
Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así: “Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido.” Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente: “No, no he abierto la puerta prohibida.” La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella.
Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y la dijo: “Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo.” La reina contestó lo mismo que la vez primera: “No, no he abierto la puerta prohibida.” La señora cogió a su hijo en los brazos y se le llevó a su morada. Por la mañana cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérsele comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.
Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo: “Sígueme.” La cogió de la mano, la condujo a su palacio, y la enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, la dijo la señora: “Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos.” La reina contestó por tercera vez: “No, no he abierto la puerta prohibida.” La señora la volvió a su cama, y la tomó su tercera hija.
A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz: “La reina es ogra, hay que condenarla a muerte.” El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón. “Si pudiera,” pensó entre sí, “confesar antes de morir que he abierto la puerta.” Y exclamó: “Sí, señora, soy culpable.” Apenas se la había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se la apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que la habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad: “Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado.” La entregó sus hijos, la desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.
El lobo y las Siete Cabritillas
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. “Hijas mías,” les dijo, “me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.” Las cabritas respondieron: “Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.” Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: “Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.” Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. “No te abriremos,” exclamaron, “no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.” Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: “Abrid hijitas,” dijo, “vuestra madre os trae algo a cada una.” Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: “No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!” Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: “Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.” Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: “Échame harina blanca en el pie,” díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: “Si no lo haces, te devoro.” El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: “Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.” Las cabritas replicaron: “Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.” La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: “Madre querida, estoy en la caja del reloj.” Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: “Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.” Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
“¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.”
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: “¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!” Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.
El Gato y el Ratón Hacen Vida en Común
Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común. “Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre,” dijo el gato. “Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes, al fin caerías en alguna ratonera.” Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato: “Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.” Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón: “Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.” - “Muy bien,” respondió el ratón, “vete en nombre de Dios, y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.” Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el puchero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer. “Bien, ya estás de vuelta,” dijo el ratón, “a buen seguro que has pasado un buen día.” - “No estuvo mal,” respondió el gato. “¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?” inquirió el ratón. “Empezado,” repuso el gato secamente. “¿Empezado?” exclamó su compañero “¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?” - “¿Qué le encuentras de particular?” replicó el gato. “No es peor que Robamigas, como se llaman tus padres.”
Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón: “Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.” El bonachón del ratoncito, se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero. “Nada sabe tan bien,” díjose para sus adentros como lo que uno mismo se come. Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón: “¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?” - “Mitad,” contestó el gato. “¿«Mitad? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que no está en el calendario.”
No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca. “Las cosas buenas van siempre de tres en tres,” dijo al ratón. “Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?” - “¡Empezado, Mitad!” contestó el ratón. “Estos nombres me dan mucho que pensar.” - “Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza,” dijo el gato, “claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.” Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero: “Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha limpiado todo,” díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito. “Seguramente no te gustará tampoco,” dijo el gato. “Se llama Terminado.” - “¡Terminado!” exclamó el ratón. “Éste sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡Terminado! ¿Qué diablos querrá decir?” Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.
Ya no volvieron a invitar al gato a ser padrino, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitanza, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva. “Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá, de perlas.” - “Sí,” respondió el gato, “te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.” Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío. “¡Ay!” clamó el ratón. “Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero Empezado, luego Mitad, luego...” - “¿Vas a callarte?” gritó el gato. “¡Si añades una palabra más, te devoro!”
“Terminado,” tenía ya el pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra, y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado. Así van las cosas de este mundo.
Los Tres Enanitos del Bosque
Éranse un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer. Un día, ésta dijo a la hija del viudo:
-Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces, tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.
De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:
-¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.
Al fin, no sabiendo qué partido tomar, quitose un zapato y dijo:
-Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela. Llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.
Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio. Y se celebró la boda.
A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante. La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante. Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:
-Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.
-¡Santo Dios! -exclamó la muchacha-. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento se entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.
-¿Habrase visto descaro? -exclamó la madrastra-. ¡Sal enseguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!
Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:
-Es tu comida de todo el día.
Pensaba la mala bruja: «Se va a morir de frío y hambre, y jamás volveré a verla».
La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba. Al llegar al bosque descubrió una casita con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno. Los hombrecillos suplicaron:
-¡Danos un poco!
-Con mucho gusto -respondió ella- y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.
Preguntáronle entonces los enanitos:
-¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado?
-¡Ay! -respondió ella-, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.
Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba, y le dijeron:
-Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.
Al quedarse solos, los hombrecillos celebraron consejo:
-¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros?
Dijo el primero:
-Pues yo le concedo que sea más bella cada día.
El segundo:
-Pues yo, que le caiga una moneda de oro de la boca por cada palabra que pronuncie.
Y el tercero:
-Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.
Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve. Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, dirigiose a su casa, para llevar a su madrastra lo que le había encargado. Al entrar y decir «buenas noches», cayéronle de la boca dos monedas de oro. Púsose entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.
-¡Qué petulancia! -exclamó la hermanastra-. ¡Tirar así el dinero!
Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:
-No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.
Mas como ella insistiera y no la dejara en paz, cedió al fin, le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.
La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, penetró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.
-Danos un poco -pidiéronle los enanitos-; pero ella respondió:
-No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes? Terminado que hubo de comer, dijéronle los enanitos:
-Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás.
-Barran ustedes -replicó ella-, que yo no soy su criada.
Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió afuera, y entonces los enanitos celebraron un nuevo consejo:
-¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada?
Dijo el primero:
-Yo haré que cada día se vuelva más fea.
Y el segundo:
-Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.
Y el tercero:
-Yo la condeno a morir de mala muerte.
La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna y regresó malhumorada a su casa. Al abrir la boca para contar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque, he aquí que a cada palabra le saltaba un sapo, por lo que todos se apartaron de ella asqueados. Ello no hizo más que aumentar el odio de la madrastra, quien sólo pensaba en los medios para atormentar a la hija de su marido, cuya belleza era mayor cada día.
Finalmente, cogió un caldero y lo puso al fuego, para cocer lino. Una vez cocido, lo colgó del hombro de su hijastra, dio a ésta un hacha y le mandó que fuese al río helado, abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino. La muchacha, obediente, dirigiose al río y se puso a golpear el hielo para agujerearlo. En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:
-Hija mía, ¿quién eres y qué haces?
-Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.
El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:
-¿Quieres venirte conmigo?
-¡Oh sí, con toda mi alma! -respondió ella, contenta de librarse de su madrastra y su hermanastra.
Montó, pues, en la carroza, al lado del Rey, y, una vez en la Corte, celebrose la boda con gran pompa y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.
Al año, la joven reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, encaminose al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.
Como fuera que el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la cogía por los pies, y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas. Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, detúvole la vieja:
-¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.
El Rey, no recelando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.
Aquella noche, empero, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:
«Rey, ¿qué estás haciendo?
¿Velas o estás durmiendo?»
Y, no recibiendo respuesta alguna, prosiguió:
«¿Y qué hace mi gente?»
A lo que respondió el pinche de cocina:
«Duerme profundamente».
Siguió el otro preguntando:
«¿Y qué hace mi hijito?»
Contestó el cocinero:
«Está en su cuna dormidito».
Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de mamar; luego le mulló la camita y, recobrando su anterior forma de pato, marchose nuevamente nadando por el sumidero. Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:
-Ve a decir al Rey que coja la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.
Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu, y he aquí que a la tercera levantose ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.
El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero guardó a la Reina oculta en un aposento hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo. Ya celebrada la ceremonia, preguntó:
-¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua?
-Pues, cuando menos -respondió la vieja-, que la metan en un tonel erizado de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.
A lo que replicó el Rey:
-Has pronunciado tu propia sentencia -y, mandando traer un tonel como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija, y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.
La Paja, la Brasa y la Alubia
Vivía en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más deprisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, una ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos. Abrió entonces la conversación la paja: “Amigos, ¿de dónde venís?” Y respondió la brasa: “¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza.” Dijo la alubia: “También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.” - “No habría salido mejor librada yo,” terció la paja. “Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.” - “¿Y qué vamos a hacer ahora?” preguntó el carbón. “Yo soy de parecer,” propuso la alubia, “que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía, y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras.”
La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo, y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea: “Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras.” Tendióse la paja de orilla a orilla, y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más. La paja comenzó a arder, y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua, que, con un chirrido, expiró al tocar el agua. La alubia, que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó. También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que, un sastre que iba de viaje, se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón. La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.
Las tres hojas de la serpiente
Vivía una vez un hombre tan pobre, que pasaba apuros para alimentar a su único hijo. Díjole entonces éste:
- Padre mío, estáis muy necesitado, y soy una carga para vos. Mejor será que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.
Dióle el padre su bendición y se despidió de él con honda tristeza.
Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. Apenas llegado al campo de batalla, se trabó un combate. El peligro era grande, y llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus camaradas de todos lados, y, al sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga. Adelantóse él entonces, los animó diciendo:
- ¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!
Seguido de los demás, lanzóse a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber el Rey que sólo a él le debía la victoria, ascendiólo por encima de todos, dióle grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que no prometiese antes solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma sepultura: «Si de verdad me ama -decía la princesa-, ¿para qué querrá seguir viviendo?». Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven, que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.
- ¿Sabes la promesa que has de hacer? -le preguntó el Rey.
- Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo -respondió el mozo-. Tan grande es mi amor, que no me arredra este peligro.
Consintió entonces el Rey, y se celebró la boda con gran solemnidad y esplendor.
Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la promesa que había hecho. Horrorizábale la idea de ser sepultado en vida; pero no había escapatoria posible. El Rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil pensar en sustraerse al horrible destino. Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo.
Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas vituallas, habría de morir de hambre y sed.
Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino; pero bien veía que la muerte se iba acercando irremisiblemente. Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir de uno de los rincones de la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que venía para devorarlo, sacó la espada y exclamó: «¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!». Y la partió en tres pedazos.
Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que enseguida retrocedió, al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó a los pocos momentos, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su compañera. Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas que había devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las personas. Recogiólas y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes, en sus ojos. Y he aquí que apenas lo hubo hecho, la sangre empezó a circular por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta y, abriendo los ojos, dijo:
- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?
- Estás conmigo, esposa querida -respondióle el príncipe, y le contó todo lo ocurrido y cómo la había vuelto a la vida.
Dióle luego un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado algo de vigor, ayudóla a levantarse y a ir hasta la puerta, donde ambos se pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y corrieron a informar al Rey. Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la inesperada solución del triste caso. El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
- Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarías!
Sin embargo, habíase producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido. Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó a sentir una inclinación culpable hacia el piloto que los conducía. Y un día, en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, cogiendo ella a su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar. Cometido el crimen, dijo la princesa al marino:
- Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y encomiaré ante mi padre en términos tales, que me casará contigo y te hará heredero del reino.
Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajó al agua un botecito sin ser advertido de nadie, y en él se dirigió, a fuerza de remos, al lugar donde cayera su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino. Sacó del agua el cuerpo del ahogado, y, con ayuda de las tres hojas milagrosas que llevaba consigo y que aplicó en sus ojos y boca, lo restituyó felizmente a la vida.
Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia del Rey antes que la gran nave. Asombrado éste al verlos regresar solos, preguntóles qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:
- No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la verdad saldrá a la luz del día- y, enviando a los dos a una cámara secreta, los retuvo en ella sin que nadie lo supiera.
Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre con semblante de tristeza. Preguntóle él:
- ¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
- ¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede contároslo todo.
Dijo el Rey:
- Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres.
Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón. Pero el Rey dijo:
- No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te restituyó la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.
Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.
El Ratoncillo, el Pajarito y la Salchicha
Un ratoncillo, un pajarito y una salchicha hacían vida en común. Llevaban ya mucho tiempo juntos, en buena paz y compañía y congeniaban muy bien. La faena del pajarito era volar todos los días al bosque a buscar leña. El ratón cuidaba de traer agua y poner la mesa, y la salchicha tenía a su cargo la cocina.
¡Cuando las cosas van demasiado bien, uno se cansa pronto de ellas! Así, ocurrió que un día el pajarito se encontró con otro pájaro, a quien contó y encomió lo bien que vivía. Pero el otro lo trató de tonto, pues que cargaba con el trabajo más duro, mientras los demás se quedaban en casita muy descansados pues el ratón, en cuanto había encendido el fuego y traído el agua, podía irse a descansar en su cuartito hasta la hora de poner la mesa. Y la salchicha no se movía del lado del puchero, vigilando que la comida se cociese bien, y cuando estaba a punto, no tenía más que zambullirse un momento en las patatas o las verduras, y éstas quedaban adobadas, saladas y sazonadas. No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.
Al otro día el pajarillo, cediendo a las instigaciones de su amigo, declaró que no quería ir más a buscar leña; estaba cansado de hacer de criado de los demás y de portarse como un bobo. Era preciso volver las tornas y organizar de otro modo el gobierno de la casa. De nada sirvieron los ruegos del ratón y de la salchicha; el pájaro se mantuvo en sus trece. Hubo que hacerlo, pues, a suertes; a la salchicha le tocó la obligación de ir por leña, mientras el ratón cuidaría de la cocina, y el pájaro, del agua.
¿Veréis lo que sucedió? La salchichita se marchó a buscar leña; el pajarillo encendió fuego, y el ratón puso el puchero; luego los dos aguardaron a que la salchicha volviera con la provisión de leña para el día siguiente. Pero tardaba tanto en regresar, que sus dos compañeros empezaron a inquietarse, y el pajarillo emprendió el vuelo en su busca. No tardó en encontrar un perro que, considerando a la salchicha buena presa, la había capturado y asesinado. El pajarillo echó en cara al perro su mala acción, que calificó de robo descarado, pero el can le replicó que la salchicha llevaba documentos comprometedores, y había tenido que pagarlo con la vida.
El pajarillo cargó tristemente con la leña y, de vuelta a su casa, contó lo que acababa de ver y de oír. Los dos compañeros quedaron muy abatidos; pero convinieron en sacar el mejor partido posible de la situación y seguir haciendo vida en común. Así, el pajarillo puso la mesa, mientras el ratón guisaba la comida. Queriendo imitar a la salchicha, metióse en el puchero de las verduras para agitarlas y reblandecerlas; pero aún no había llegado al fondo de la olla que se quedó cogido y sujeto, y hubo de dejar allí la piel y la vida.
Al volver el pajarillo pidió la comida, pero se encontró sin cocinero. Malhumorado, dejó la leña en el suelo de cualquier manera, y se puso a llamar y a buscar, pero el cocinero no aparecía. Por su descuido, el fuego llegó a la leña y prendió en ella. El pájaro precipitóse a buscar agua, pero el cubo se le cayó en el pozo con él dentro, y, no pudiendo salir, murió ahogado.
Los Tres Pelos de Oro del Diablo
Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey. Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron:
- Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.
El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable:
- Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.
Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: «Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien» y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño.
El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: «Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado». Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos, exclamaron:
- ¡Es Dios que nos lo envía!
Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.
He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.
- No -respondieron ellos-, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino.
Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y dijo.
- Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro.
- ¡Como mande el Señor Rey! -respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: «En cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso».
Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:
- ¿De dónde vienes y adónde vas?
- Vengo del molino -respondió él- y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche.
- ¡Pobre chico! -replicó la mujer-. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán.
- Venga quien venga, no tengo miedo -contestó el muchacho-. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más - y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.
A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.
- ¡Ay! -dijo la anciana-, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.
Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.
- ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta.
Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.
- No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.
- Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.
Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:
- Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.
Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.
- Yo lo sé todo -contestó el muchacho.
- En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.
- Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva.
Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.
- Yo lo sé todo -repitió el muchacho.
- Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.
- Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva.
Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.
- Lo sé todo -respondió él.
- Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.
- Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva.
Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.
- ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada.
- Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no podré conservar a mi esposa.
- Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte.
Y, transformándolo en hormiga, le dijo:
- Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.
- Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.
- Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.
Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:
- ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño.
Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:
- Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!
Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.
A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. - ¡Uy! -gritó el diablo-, ¿qué estás haciendo?
- He tenido un mal sueño -respondió la mujer- y te he tirado de los pelos.
- ¿Y qué has soñado? -preguntó el diablo.
- He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?
- ¡Oh, si lo supiesen! -contestó el diablo-. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo matasen volvería a manar vino.
La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.
- ¡Uy!, ¿qué haces? -gritó el diablo, montando en cólera.
- No lo tomes a mal -excusóse la vieja- es que estaba soñando.
- ¿Y qué has soñado ahora?
- He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?
- ¡Ah, si lo supiesen! -respondió el diablo-. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.
La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar. Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:
- ¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?
- ¿Qué has soñado, pues? -volvió a preguntar, lleno de curiosidad.
- He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?
- ¡Bah, el muy bobo! -respondió el diablo-. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que no se despertó hasta la madrugada.
Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de la suerte su figura humana.
- Ahí tienes los tres cabellos de oro -díjole-; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus tres preguntas.
- Sí -replicó el mozo-, lo he oído y no lo olvidaré.
- Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.
Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.
- Primero pásame -dijo el muchacho-, y te diré de qué manera puedes librarte-. Cuando estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: - Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.
Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: - Matad la rata que roe la raíz y volverá a dar manzanas de oro.
Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que oyera al diablo:
- Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en abundancia.
Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.
Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo, y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:
- Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno, dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! - He cruzado un río -respondióle el mozo- y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.
- ¿Y no podría yo ir a buscar un poco? -preguntó el Rey, que era muy codicioso.
- Todo el que queráis -dijo el joven-. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra margen podréis llenar los sacos.
El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.
- ¿Y está bogando todavía?
- ¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.
La Bota de Piel de Búfalo
Un soldado que nada teme, tampoco se apura por nada. El de nuestro cuento había recibido su licencia y, como no sabía ningún oficio y era incapaz de ganarse el sustento, iba por el mundo a la ventura, viviendo de las limosnas de las gentes compasivas. Colgaba de sus hombros una vieja capa, y calzaba botas de montar, de piel de búfalo; era cuanto le había quedado. Un día que caminaba a la buena de Dios, llegó a un bosque. Ignoraba cuál era aquel sitio, y he aquí que vio sentado, sobre un árbol caído, a un hombre bien vestido que llevaba una cazadora verde. Tendióle la mano el soldado y, sentándose en la hierba a su lado, alargó las piernas para mayor comodidad.
- Veo que llevas botas muy brillantes -dijo al cazador-; pero si tuvieses que vagar por el mundo como yo, no te durarían mucho tiempo. Fíjate en las mías; son de piel de búfalo, y ya he andado mucho con ellas por toda clase de terrenos-. Al cabo de un rato, levantóse: - No puedo continuar aquí -dijo-; el hambre me empuja. ¿Adónde lleva este camino, amigo Botaslimpias?
- No lo sé -respondió el cazador-, me he extraviado en el bosque.
- Entonces estamos igual. Cada oveja, con su pareja; buscaremos juntos el camino.
El cazador esbozó una leve sonrisa, y, juntos, se marcharon, andando sin parar hasta que cerró la noche.
- No saldremos del bosque -observó el soldado-; mas veo una luz que brilla en la lejanía; allí habrá algo de comer.
Llegaron a una casa de piedra y, a su llamada, acudió a abrir una vieja.
- Buscamos albergue para esta noche -dijo el soldado- y algo que echar al estómago, pues, al menos yo, lo tengo vacío como una mochila vieja.
- Aquí no podéis quedaros -respondió la mujer-. Esto es una guarida de ladrones, y lo mejor que podéis hacer es largaros antes de que vuelvan, pues si os encuentran, estáis perdidos.
- No llegarán las cosas tan lejos -replicó el soldado-. Llevo dos días sin probar bocado y lo mismo me da que me maten aquí, que morir de hambre en el bosque. Yo me quedo.
El cazador se resistía a quedarse; pero el soldado lo cogió del brazo:
- Vamos, amigo, no te preocupes.
Compadecióse la vieja y les dijo:
- Ocultaos detrás del horno. Si dejan algo, os lo daré cuando estén durmiendo. Instaláronse en un rincón y al poco rato entraron doce bandidos, armando gran alboroto. Sentáronse a la mesa, que estaba ya puesta, y pidieron la cena a gritos. Sirvió la vieja un enorme trozo de carne asada, y los ladrones se dieron el gran banquete. Al llegar el tufo de las viandas a la nariz del soldado, dijo éste al cazador:
- Yo no aguanto más; voy a sentarme a la mesa a comer con ellos.
- Nos costará la vida -replicó el cazador, sujetándolo del brazo.
Pero el soldado se puso a toser con gran estrépito. Al oírlo los bandidos, soltando cuchillos y tenedores, levantáronse bruscamente de la mesa y descubrieron a los dos forasteros ocultos detrás del horno.
- ¡Ajá, señores! -exclamaron-. ¿Conque estáis aquí?, ¿eh? ¿Qué habéis venido a buscar? ¿Sois acaso espías? Pues aguardad un momento y aprenderéis a volar del extremo de una rama seca.
- ¡Mejores modales! -respondió el soldado-. Yo tengo hambre; dadme de comer, y luego haced conmigo lo que queráis.
Admiráronse los bandidos, y el cabecilla dijo: -Veo que no tienes miedo. Está bien. Te daremos de comer, pero luego morirás.
- Luego hablaremos de eso -replicó el soldado-; y, sentándose a la mesa, atacó vigorosamente el asado.
- Hermano Botaslimpias, ven a comer -dijo al cazador-. Tendrás hambre como yo, y en casa no encontrarás un asado tan sabroso que éste.
Pero el cazador no quiso tomar nada. Los bandidos miraban con asombro al soldado, pensando: «Éste no se anda con cumplidos». Cuando hubo terminado, dijo:
- La comida está muy buena; pero ahora hace falta un buen trago.
El jefe de la pandilla, siguiéndole el humor, llamó a la vieja:
- Trae una botella de la bodega, y del mejor.
Descorchóla el soldado, haciendo saltar el tapón, y, dirigiéndose al cazador, le dijo:
- Ahora, atención, hermano, que vas a ver maravillas. Voy a brindar por toda la compañía; y, levantando la botella por encima de las cabezas de los bandoleros, exclamó:
-¡A vuestra salud, pero con la boca abierta y el brazo en alto! -y bebió un buen trago. Apenas había pronunciado aquellas palabras, todos se quedaron inmóviles, como petrificados, abierta la boca y levantando el brazo derecho.
Dijo entonces el cazador:
- Veo que sabes muchas tretas, pero ahora vámonos a casa.
- No corras tanto, amiguito. Hemos derrotado al enemigo, y es cosa de recoger el botín. Míralos ahí, sentados y boquiabiertos de estupefacción; no podrán moverse hasta que yo se lo permita. Vamos, come y bebe.
La vieja hubo de traer otra botella de vino añejo, y el soldado no se levantó de la mesa hasta que se hubo hartado para tres días. Al fin, cuando ya clareó el alba, dijo:
- Levantemos ahora el campo; y, para ahorrarnos camino, la vieja nos indicará el más corto que conduce a la ciudad.
Llegados a ella, el soldado visitó a sus antiguos camaradas y les dijo:
- Allí, en el bosque he encontrado un nido de pájaros de horca; venid, que los cazaremos.
Púsose a su cabeza y dijo al cazador:
- Ven conmigo y verás cómo aletean cuando los cojamos por los pies.
Dispuso que sus hombres rodearan a los bandidos, y luego, levantando la botella, bebió un sorbo y, agitándola encima de ellos, exclamó:
- ¡A despertarse todos!
Inmediatamente recobraron la movilidad; pero fueron arrojados al suelo y sólidamente amarrados de pies y manos con cuerdas. A continuación, el soldado mandó que los cargasen en un carro, como si fuesen sacos, y dijo:
- Llevadlos a la cárcel.
El cazador, llamando aparte a uno de la tropa, le dijo unas palabras en secreto.
- Hermano Botaslimpias -exclamó el soldado-, hemos derrotado felizmente al enemigo y vamos con la tripa llena; ahora seguiremos tranquilamente, cerrando la retaguardia.
Cuando se acercaban ya a la ciudad, el soldado vio que una multitud salía a su encuentro lanzando ruidosos gritos de júbilo y agitando ramas verdes; luego avanzó toda la guardia real, formada.
- ¿Qué significa esto? -preguntó, admirado, al cazador.
- ¿Ignoras -respondióle éste- que el Rey llevaba mucho tiempo ausente de su país? Pues hoy regresa, y todo el mundo sale a recibirlo.
- Pero, ¿dónde está el Rey? -preguntó el soldado-. No lo veo.
- Aquí está -dijo el cazador-. Yo soy el Rey y he anunciado mi llegada-. Y, abriendo su cazadora, el otro pudo ver debajo las reales vestiduras.
Espantóse el soldado y, cayendo de rodillas, pidióle perdón por haberlo tratado como a un igual, sin conocerlo, llamándole con un apodo. Pero el Rey le estrechó la mano, diciéndole:
- Eres un bravo soldado y me has salvado la vida. No pasarás más necesidad, yo cuidaré de ti. Y el día en que te apetezca un buen asado, tan sabroso como el de la cueva de los bandidos, sólo tienes que ir a la cocina de palacio. Pero si te entran ganas de pronunciar un brindis, antes habrás de pedirme autorización.
El Rey Rana o el Fiel Enrique
En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.
Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: “¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!” La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. “¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?” dijo, “pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.” - “Cálmate y no llores más,” replicó la rana, “yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?” - “Lo que quieras, mi buena rana,” respondió la niña, “mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.” Mas la rana contestó: “No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.” – “¡Oh, sí!” exclamó ella, “te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota.” Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. “¡Aguarda, aguarda!” gritóle la rana, “llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!” Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar ‘cro cro’ con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.
Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: “¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!” Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: “Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?” - “No,” respondió ella, “no es un gigante, sino una rana asquerosa.” - “Y ¿qué quiere de ti esa rana?” - “¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.” Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
“¡Princesita, la más niña,
Ábreme!
¿No sabes lo que
Ayer me dijiste
Junto a la fresca fuente?
¡Princesita, la más niña,
Ábreme!”
Dijo entonces el Rey: “Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.” La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: “¡Súbeme a tu silla!” La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: “Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.” La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: “¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.” La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: “No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.” Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: “Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.” La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: “¡Ahora descansarás, asquerosa!”
Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.
Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:
“¡Enrique, que el coche estalla!”
“No, no es el coche lo que falla,
Es un aro de mi corazón,
Que ha estado lleno de aflicción
Mientras viviste en la fontana
Convertido en rana.”
Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.