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Las cartas más famosas
Escribir cartas es una práctica que tiene sus comienzos en la antigüedad, ya que en dicha época los grandes pensadores y filósofos se comunicaban entre ellos para compartir y transmitir sus ideas, sus pensamientos filosóficos y sus consejos.
Si bien ésta práctica fue adquiriendo varias transformaciones hasta convertirse en una forma de comunicar amor, deseo y hasta odio a otra persona, en el paso para convertirse en lo que hoy entendemos por carta dejo una gran huella en varios escritores, pensadores, filósofos, poetas, etcétera quienes encontraron en dicho género una forma de expresarse.
Por ello es que a continuación me gustaría compartir algunas de esas huellas epistolarias que no solo causaron un fuerte impacto en el momento en que cada autor la escribía sino que crecieron en el tiempo hasta convertirse, hoy en día, en tesoros epistolarios. He aquí algunos de esos mejores tesoros conservados desde la antigüedad hasta hoy.
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Una de las primeras cartas que me gustaría compartirles es la del filósofo y pensador Epicuro quien le escribe al joven Meneceo para alentarlo en el estudio de la filosofía. En dicha carta no solo vemos el cariño y el apoyo del filósofo hacia el joven sino que también encontramos una teoría sobre la filosofía y la felicidad que uno puede lograr siendo filósofo o emprendiendo dichas prácticas del pensamiento. He aquí algunos fragmentos de dicha carta.
Epicuro a Meneceo, salud.
Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse. Porque, para alcanzar la salud del alma, nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven.
Quien afirma que aún no le ha llegado la hora o que ya le pasó la edad, es como si dijera que para la felicidad no le ha llegado aún el momento, o que ya lo dejó atrás.
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[…] Los principios que siempre te he ido repitiendo, practícalos y medítalos aceptándolos como máximas necesarias para llevar una vida feliz. Considera, ante todo, a la divinidad como un ser incorruptible y dichoso -tal como lo sugiere la noción común- y no le atribuyas nunca nada contrario a su inmortalidad, ni discordante con su felicidad. Piensa como verdaderos todos aquellos atributos que contribuyan a salvaguardar su inmortalidad. Porque los dioses existen: el conocimiento que de ellos tenemos es evidente, pero no son como la mayoría de la gente cree, que les confiere atributos discordantes con la noción que de ellos posee. Por tanto, impío no es quien reniega de los dioses de la multitud, sino quien aplica las opiniones de la multitud a los dioses, ya que no son intuiciones, sino presunciones vanas, las razones de la gente al referirse a los dioses, según las cuales los mayores males y los mayores bienes nos llegan gracias a ellos, porque éstos, entregados continuamente a sus propias virtudes, acogen a sus semejantes, pero consideran extraño a todo lo que les es diferente.
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Esta carta de Epicuro a Meneceo finaliza de la siguiente manera:
[...] Y el sabio no considera la fortuna como una divinidad -tal como la mayoría de la gente cree- , pues ninguna de las acciones de los dioses carece de armonía, ni tampoco como una causa no fundada en la realidad, ni cree que aporte a los hombres ningún bien ni ningún mal relacionado con su vida feliz, sino solamente que la fortuna es el origen de grandes bienes y de grandes calamidades. El sabio cree que es mejor guardar la sensatez y ser desafortunado que tener fortuna con insensatez. Lo preferible, ciertamente, en nuestras acciones, es que el buen juicio prevalezca con la ayuda de la suerte.
Estos consejos, y otros similares medítalos noche y día en tu interior y en compañía de alguien que sea como tú, y así nunca, ni estando despierto ni en sueños, sentirás turbación, sino que, por el contrario, vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un mortal el hombre que vive entre bienes imperecederos.
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Otra de las cartas más famosas y mejores de la antigüedad son las cartas que escribe el famoso poeta romano Ovidio, el cual escribió una obra que reúne veintiún cartas de amor escritas por nada menos que por las heroínas más famosas de la antigüedad, como: Dido, Medea, Penélope y Ariadna, quienes les reclaman a sus héroes amor, distancia u olvido. Dichas cartas son obras de artes epistolarias donde toda la poesía, toda la angustia y todo el amor son carne viva en estos escritos.
Una de las cartas más hermosas es la que le manda Penélope a su esposo Ulises. Esta famosa historia de amor que continúa hoy en día tejiendo redes entre estos dos amantes se expresa de una manera única y poética a través de la pluma de Ovidio en la siguiente carta de amor. A continuación compartiré algunos de los mejores fragmentos de esta hermosa y poética carta de amor, deseo y soledad.
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Así comienza este fabuloso tesoro epistolar creado por el gran poeta romano Ovidio:
Esta carta te la envía Penélope, insensible Ulises, pero si del antiguo amor algo te resta, no me respondas: ¡vuelve tú en persona a reunirte con quien en Frigia has olvidado!
Ya cayó Troya, ciudad que a las damas griegas fue odiosa porque era impedimento para su sosiego. Érales horrible y espantosa, cierto. Pero ni Príamo ni Troya merecían tanto daño.
¡Ojalá que mientras cruzaba el mar con su barco Paris el adúltero se hubiera ahogado en una furiosa tempestad! Entonces, no me habría quedado postrada y fría en la cama que dejaste, ni me quejaría de lo lentos que se me hacen los días aquí abandonada, ni el paño que cuelga del telar habría cansado mis manos de viuda intentando engañar las largas horas de la eterna noche. ¿Cuánto por ti no he temido? El amor está lleno de angustias y de miedos.
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[ … ] Hace ya mucho tiempo que Troya fue convertida en cenizas. Confío que estarás a salvo, el Dios Amor quiso proteger mi casta amistad mientras las murallas eran destruidas. Ya humean con incienso los altares, ya en los templos se cuelgan los famosos trofeos y despojos militares. Las damas, viendo libres sus esposos, los festejan oyéndoles contar casos espantosos. Pero mi alma no puede impresionarse todavía por el relato que los maridos hacen de los sucesos de la guerra. En los banquetes no falta quien sobre la mesa pinte los encarnecidos combates pero son esas imágenes las que avivan el fuego en que por ti me quemo.
¡Te atreviste a entrar en los cuarteles durante una emboscada nocturna, y a masacrar de golpe a tantos hombres! Estos sucesos, por tu ardid y audacia perpetrados, padre del descuido y del olvido, los supe de Telémaco mi hijo. [ … ]
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He recorrido los reinos vecinos buscándote, y no ha sabido nada. ¿En qué sitio te escondes, en qué ignoto país vives, insensible? Sería mejor que Troya continuara aún en pie, porque entonces sabría en qué sitio te encuentras (lo pienso y mis propios deseos me irritan) y podría compartir mi llanto con el de otras muchas. Incluso en el infortunio es dulce la compañía.
¿Qué temo? No lo sé. La pena, el sobresalto, la agonía me enloquecen. Todo me da miedo. Todos los peligros que encierra el mar, todos los peligros de la tierra, se vuelven posibles causas de tus retrasos.
Puede que, con esa liviandad tan tuya, tan masculina, ya seas esclavo de un amor extranjero. Pienso que en vuestros trances amorosos, dirás a tu nuevo amor lo ingenua y rústica que era tu antigua esposa, que sólo sabía cardar la lana y la única finura que poseía era un tejido que no se decide a concluir.
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Y así finaliza ésta hermosa carta de amor de Penélope a Ulises con la pluma de Ovidio:
Mi fidelidad y mis pudorosos ruegos ponen fin los reproches de mi padre pero no impiden que me rodeen en tropel libertinos patéticos y arrogantes. Pretende cada cual ser mi marido, tienen por casa tu paterno nido, disipan y destruyen tu hacienda y tu riqueza. Me acosan, pretenden darme órdenes en tu palacio. Destrozan tu patrimonio y con él mi corazón.
Hasta el mendigo más ruin nos hace sentir indefensos. Tu esposa, una mujer débil, Laertes, un anciano, y Telémaco, un niño, ninguno de los tres tiene fuerzas para restablecer la justicia y la felicidad en el palacio. ¡Tienes que venir tú!
Tu padre, viejo, flaco, lleno de años, retrasa su última hora tan sólo para que seas tú quien le cierres los ojos en la despedida. Ven y castiga a los traidores. Un hijo tienes, Telémaco, falto de experiencia, un pequeño que todavía sonríe pues tengo su crecimiento perdido por mil engaños. Mi alma que en amarte se emplea, muchacha cuando la dejaste, cuando vengas la encontrarás afligida y cansada, irremediablemente vieja.
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Las cartas fueron evolucionando hasta convertirse en un tipo de formato de novela muy famoso en el siglo XVIII llamado “Novela epistolar”. Dicho nuevo género epistolario lograba reunir y crear un argumento a través de cartas, de preguntas y respuestas. Dicho género alcanzó la fama de la mano de Goethe quien en 1773 publica su primera novela epistolar llamada “Los sufrimientos del Joven Werther” de Johann Wolfgang von Goethe, una novela que no solo se convertirá en un éxito a los días de haberse publicado sino que llevará consigo una larga ola de suicidios provocada, precisamente, por los escritos que se desprenden de esta gran y tremenda novela.
De todos modos tampoco es para condenar a una novela al suicidio, seguramente Goethe no creó una novela para que sus lectores se suiciden al leerla sino que escribió una obra mostrando hasta dónde podía llegar el ser humano que se encerraba en la angustia. Espero que al leer éste libro puedan leerlo desde el lado del descubrimiento de la angustia y no desde el del suicidio.
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Así comienza ésta gran novela epistolar llamada “Los sufrimientos del Joven Werther” de Johann Wolfgang von Goethe:
4 DE MAYO DE 1771
¡CUÁNTO me alegro de mi viaje! ¡Ay, amigo mío, lo es el corazón del hombre! ¡Alejarme de ti, a quien tanto quiero; dejarte, siendo inseparable, y sentirme dichoso! Sé que me lo perdonas. ¿No parece que el destino me había puesto en contacto con los demás amigos, con el exclusivo fin de atormentarme? ¡Pobre Leonor! Y, sin embargo, no es culpa mía, ¿Podía yo evitar que se desarrollase una pasión en su desdichado espíritu, mientras me embelesaba con las gracias hechiceras de su hermana? Así y todo, ¿no tengo nada que echarme en cara? ¿No he nutrido esa pasión? Más aún: ¿no me he divertido frecuentemente con la sencillez e inocencia de su lenguaje, que muchas veces nos hacía reír, aunque nada tenía de risible? ¿No he?.. ¡Oh! ¡Qué es el hombre, y por qué se atreve a quejarse?
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La carta continúa de la siguiente manera, fíjense como proyecta el escritor la pluma para que los lectores se sientan partícipes de este diálogo epistolar entre el personaje y sus amigos:
Quiero corregirme, amigo mío; quiero corregirme, y te doy palabra de hacerlo; quiero no volver a preocuparme con los dolores pasajeros que la suerte nos ofrece sin cesar; quiero vivir de lo presente, y que lo pasado sea para mí pasado por completo. Confieso que tienes razón cuando dices que aquí abajo habría menos amarguras si los hombres (Dios sabrá por qué los ha hecho como son) no se dedicasen con tanto ahínco a recordar dolores antiguos, en vez de soportar con entereza los presentes. «Di a mi madre que no dejaré de la mano su asunto, y que le daré noticias de él lo más pronto que pueda. He visto a mi tía: lejos de encontrar en ella a la perversa mujer que ahí me hablaron, te aseguro que tiene excesiva viveza y excelente corazón.
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Me he hecho eco de las quejas de mi madre por la parte de herencia que le retiene, me ha explicado su conducta y los motivos que la justifican; también me ha dicho bajo qué condiciones está dispuesta a entregarnos aún más de lo que pedimos. Basta de esto por hoy, di a mi madre que todo se arreglará. He visto una vez más, amigo mío, en este negocio insignificante que las equivocaciones de la negligencia causan en el mundo más daño que la astucia y la maldad; bien es cierto que éstas abundan menos. «Por lo demás, aquí me encuentro perfectamente. La soledad de este paraíso terrenal es un precioso bálsamo para mi alma, y esta estación juvenil consuela por completo mi corazón, que con frecuencia se estremece de pena. Cada árbol, cada planta es un ramillete de flores, y siente uno deseos de convertirse en abeja, para revolotear en esta atmósfera embalsamada, sacando de ella el necesario alimento.
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Y finaliza ésta primera carta con la que se abre la novela del Joven Werther de la siguiente manera:
«La ciudad propiamente dicha es desagradable; pero en sus cercanías brilla la naturaleza con todo su esplendor. Por eso el difunto conde de M... hizo plantar su jardín en una de estas colinas, que se cruzan en variado y encantador panorama, formando los valles más deliciosos. El jardín es sencillo, y se observa desde la entrada que el plan, más que engendro de sabio jardinero, es combinación de un alma sensible, deseosa de gozar de sí misma. Muchas lágrimas he consagrado ya a la memoria del conde en las ruinas de un pabelloncito, que era su retiro predilecto y que también es el mío. En breve seré yo el dueño del jardín: en sólo dos días me he sabido granjear la buena voluntad del jardinero y te aseguro que no llegará a arrepentirse de ello.»
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Y si hablamos de cartas fuertes no podemos dejar de mencionar las cartas que el escritor Franz Kafka le escribe a su padre. Las cuales se encuentran recompiladas en “Carta al padre”.
Es una carta en la cual el escritor le escribe a su padre con dolor demostrándole en cada una de sus palabras lo que a él le costó escribir y producir su obra. Kafka y su padre, como podrán ver en esta carta, no han tenido una buena relación ya que ha sido su padre el que lo ha criticado por su escritura, por dedicarse a escribir.
Si bien ésta carta, como muchos de los escritos de Kafka, se publicaron póstumamente, esta carta les servirá a todos los lectores y conocedores de Kafka a comprender su obra y su relación con sus padres, una relación que lo marco toda su vida en su cotidianidad y en su escritura.
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He aquí el comienzo de la bella y profunda carta de Franza Kafka a su padre:
Querido padre: Hace poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo. Como siempre, no supe qué contestar, en parte por ese miedo que me provocas, y en parte porque son demasiados los detalles que lo fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo. Sé que este intento de contestarte por escrito resultará muy incompleto... para ti, el asunto fue siempre muy sencillo, por lo menos por lo que hablabas al respecto en mi presencia y también, sin discriminación, en la de muchos otros. Creías que era, más o menos, así: durante tu vida entera trabajaste duramente, sacrificando todo a tus hijos, en especial a mí persona, yo he vivido cómodamente, he tenido libertad para estudiar lo que se me dio la gana, aunque te oponías a mi inclinación a la literatura...
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no he tenido que angustiarme por el sustento, por nada y en cambio de eso, tú no pedías gratitud (tú conoces como agradecen los hijos) pero esperaba por lo menos algún acercamiento, alguna señal de simpatía; por el contrario, yo siempre me he apartado de ti, metido en mi cuarto, con mis libros, con amigos insensatos, con mis ideas descabelladas; jamás hablé francamente contigo, en el templo jamás me acerqué a ti, tampoco he conocido el sentimiento de familia, ni me ocupé del negocio ni de tus otros asuntos, te endosé la fábrica y te abandoné luego, apoyé a Ottla en su terquedad, y mientras que por ti no muevo ni un dedo, no hay cosa que no haga por mis amigos. Si haces un resumen de tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas nada que sea en realidad indecente o perverso (excepto, tal vez, mi reciente proyecto de matrimonio), sino mi frialdad, mi alejamiento, mi ingratitud. Y me lo echas en cara como si fuese culpa mía, omissis, me dijiste hace poco: "Yo siempre te he querido, aunque no como ellos". Ahora bien, padre: yo en verdad nunca dudé de tu bondad para conmigo pero no me parece que tu observación sea exacta...