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Tema: Cuentos de los Hermanos Grimm

  1. #11
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    El Fiel Juan

    Érase una vez un anciano Rey, se sintió enfermo y pensó: Sin duda es mi lecho de muerte éste en el que yazgo. Y ordenó: “Que venga mi fiel Juan.” Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor. Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey: “Mi fidelísimo Juan, presiento que se acerca mi fin, y sólo hay una cosa que me atormenta: mi hijo. Es muy joven todavía, y no siempre sabe gobernarse con tino. Si no me prometes que lo instruirás en todo lo que necesita saber y velarás por él como un padre, no podré cerrar los ojos tranquilo.” - “Os prometo que nunca lo abandonaré,” le respondió el fiel Juan, “lo serviré con toda fidelidad, aunque haya de costarme la vida.” Dijo entonces el anciano Rey: “Así muero tranquilo y en paz.” Y prosiguió: “Cuando yo haya muerto enséñale todo el palacio, todos los aposentos, los salones, los soterrados y los tesoros guardados en ellos. Pero guárdate de mostrarle la última cámara de la galería larga, donde se halla el retrato de la princesa del Tejado de Oro, pues si lo viera, se enamoraría perdidamente de ella, perdería el sentido, y por su causa se expondría a grandes peligros; así que guárdalo de ello.” Y cuando el fiel Juan hubo renovado la promesa a su Rey, enmudeció éste y, reclinando la cabeza en la almohada, murió.

    Llevado ya a la sepultura el cuerpo del anciano Rey, el fiel Juan dio cuenta a su joven señor de lo que prometiera a su padre en su lecho de muerte, y añadió: “Lo cumpliré puntualmente y te guardaré fidelidad como se la guardé a él, aunque me hubiera de costar la vida.” Celebráronse las exequias, pasó el período de luto, y entonces el fiel Juan dijo al Rey: “Es hora de que veas tu herencia; voy a mostrarte el palacio de tu padre.” Y lo acompañó por todo el palacio, arriba y abajo, y le hizo ver todos los tesoros y los magníficos aposentos; sólo dejó de abrir el que guardaba el peligroso retrato. Éste se hallaba colocado de tal modo que se veía con sólo abrir la puerta, y era de una perfección tal que parecía vivir y respirar, y que en el mundo entero no podía encontrarse nada más hermoso ni más delicado. Pero al joven Rey no se le escapó que el fiel Juan pasaba muchas veces por delante de esta puerta sin abrirla, y, al fin, le preguntó: “¿Por qué no la abres nunca?” - “Es que en esta pieza hay algo que te causaría espanto,” respondióle el criado. Mas el Rey le replicó: “He visto todo el palacio y quiero también saber lo que hay ahí dentro, y, dirigiéndose a la puerta, trató de forzarla.” El fiel Juan lo retuvo y le dijo: “Prometí a tu padre, antes de morir, que no verías lo que hay en este cuarto; nos podría traer grandes desgracias, a ti y a mí.” - “Al contrario,” replicó el joven Rey. “Si no entro, mi perdición es segura. No descansaré ni de día ni de noche hasta que lo haya contemplado con mis propios ojos. No me muevo de aquí hasta que me abras esta puerta.”

    Entonces comprendió el fiel Juan que no había otro remedio, y con el corazón en el puño y muchos suspiros sacó la llave del gran manojo. Cuando tuvo la puerta abierta, entró el primero con intención de tapar el cuadro, para que el Rey no lo viera. Pero, ¿de qué le sirvió? El Rey, poniéndose de puntillas, miró por encima de su hombro, y al ver el retrato de la doncella, resplandeciente de oro y piedras preciosas, cayó al suelo sin sentido. Levantólo el fiel Juan y lo llevó a su cama, pensando. con gran angustia: “El mal está hecho. ¡Dios mío! ¿Qué pasará ahora?” Y le dio vino para reanimarlo. Vuelto en sí el Rey, sus primeras palabras fueron: “¡Ay!, ¿de quién es este retrato tan hermoso?” - “Es la princesa del Tejado de Oro,” respondióle el fiel criado. Y el Rey: “Es tan grande mi amor por ella, que si todas las hojas de los árboles fuesen lenguas, no bastarían para expresarle. Mi vida pondré en juego para alcanzarla, y tú, mi leal Juan, debes ayudarme a conseguirlo.”

    El fiel criado estuvo cavilando largo tiempo sobre la manera de emprender el negocio. pues sólo el llegar a presencia de la princesa era ya muy difícil. Finalmente, se le ocurrió un medio, y dijo a su señor: “Todo lo que tiene a su alrededor es de oro: mesas, sillas, fuentes, vasos, tazas y todo el ajuar de la casa. En tu tesoro hay cinco toneladas de oro,” manda que den una a los orfebres del reino, y con ella fabriquen toda clase de vasos y utensilios, toda suerte de aves, alimañas y animales fabulosos; esto le gustará; con ello nos pondremos en camino, a probar fortuna.” El Rey hizo venir a todos los orfebres del país, los cuales trabajaron sin descanso hasta terminar aquellos preciosos objetos. Luego fue cargado todo en un barco, y el fiel Juan y el Rey se vistieron de mercaderes para no ser conocidos de nadie. Luego se hicieron a la mar, y navegaron hasta arribar a la ciudad donde vivía la princesa del Tejado de Oro.

    El fiel Juan pidió al Rey que permaneciese a bordo y aguardase su vuelta: “A lo mejor vuelvo con la princesa,” dijo. “Procurarás, pues, que todo esté bien dispuesto y ordenado, los objetos de oro a la vista y el barco bien empavesado.” Se llenó el cinto de toda clase de objetos preciosos, desembarcó y encaminóse al palacio real. Al entrar en el patio vio junto al pozo a una hermosa muchacha ocupada en llenar de agua dos cubos de oro. Al volverse para llevarse el agua que reflejaba los destellos del oro, vio al extranjero y le preguntó quién era. Respondióle éste: “Soy un mercader,’ y, abriendo su cinturón, le mostró lo que contenía. “¡Oh, qué lindo!” exclamó ella, y, dejando los cubos en el suelo, se puso a examinar las joyas una por una. Luego dijo: “Es necesario que la princesa lo vea; le gustan tanto las cosas de oro, que, sin duda, os las comprará todas.” Y, cogiendo al hombre de la mano, condújolo al interior del palacio, pues era la camarera principal. Cuando la hija del Rey vio aquellas maravillas, se puso muy contenta y exclamó: “Está tan primorosamente trabajado, que te lo compro todo.” A lo que respondió el fiel Juan: “Yo no soy sino el criado de un rico mercader. No es nada lo que traigo aquí en comparación de lo que mi amo tiene en el barco: lo más bello y precioso que jamás se haya hecho en oro.” Pidióle ella que se lo llevaran a palacio, pero él contestó: “Hay tantísimas cosas, que precisarían muchos días y más salas que vuestro palacio tiene.” Estas palabras sólo sirvieron para estimular la curiosidad de la princesa, la cual dijo al fin: “Acompáñame al barco, quiero ir yo misma a ver los tesoros de tu amo.”

    El fiel Juan, muy contento, la condujo entonces al barco, y cuando el Rey la vio, parecióle que su hermosura era todavía mayor que la del retrato, y el corazón empezó a latirle con tal violencia que se lo sentía a punto de estallar. Subió la princesa a bordo, y el Rey la acompañó al interior de la nave; pero el fiel Juan se quedó junto al piloto y le dio orden de zarpar: “¡Despliega todas las velas, para que el barco vuele más veloz que un pájaro!” Entretanto, el Rey mostraba a la princesa la vajilla de oro, pieza por pieza: fuentes, vasos y tazas, así como las aves y los animales silvestres y prodigiosos. Transcurrieron muchas horas así, y la princesa, absorta y arrobada, no se dio cuenta de que el barco se había hecho a la mar. Cuando ya lo hubo contemplado todo, dio las gracias al mercader y se dispuso a regresar a palacio, pero al subir a cubierta vio que estaba muy lejos de tierra y que el buque navegaba a toda vela: “¡Ay de mí!” exclamó. “¡Me han traicionado, me han raptado! ¡Estoy en manos de un mercader! ¡Mil veces morir!” Pero el Rey, tomándole la mano, le dijo: “Yo no soy un comerciante, sino un Rey, y de nacimiento no menos ilustre que el tuyo. Si te he raptado con un ardid, ha sido por el inmenso amor que te tengo. Es tan grande, que la primera vez que vi tu retrato caí al suelo sin sentido.” Estas palabras apaciguaron a la princesa, y como ya sentía afecto por el Rey, aceptó de buen grado ser su esposa.

    Ocurrió, empero, mientras se hallaban aún en alta mar, que el fiel Juan, sentado en la proa del barco tocando un instrumento musical, vio en el aire tres cuervos que llegaban volando. Dejó entonces de tocar y se puso a escuchar su conversación, pues entendía su lenguaje. Dijo uno: “¡Fíjate! se lleva a su casa a la princesa del Tejado de Oro.” - “Sí,” respondió el segundo. “Pero aún no es suya.” Y el tercero: “¿Cómo que no es suya? Si va con él en el barco.” Volviendo a tomar la palabra el primero, dijo: “¡Qué importa! En cuanto desembarquen se le acercará al trote un caballo pardo, y él querrá montarlo; pero si lo hace, volarán ambos por los aires, y nunca más volverá el Rey a ver a su princesa.” Dijo el segundo: “¿Y no hay ningún remedio?” - “Sí, lo hay: si otro se adelanta a montarlo y, con una pistola que va en el arzón del animal, lo mata de un tiro. Sólo de ese modo puede salvarse el Rey; pero, ¿quién va a saberlo? Y si alguien lo supiera y lo revelara, quedaría convertido en piedra desde las puntas de los pies hasta las rodillas.” Habló entonces el segundo: “Todavía sé más. Aunque maten el caballo, tampoco tendrá el Rey a su novia. Cuando entren juntos en palacio, encontrarán en una bandeja una camisa de boda, que parecerá tejida de oro y plata, pero que en realidad será de azufre y pez. Si el Rey se la pone, se consumirá y quemará hasta la medula de los huesos.” Preguntó el tercero: “¿Y no hay ningún remedio?” - “Sí, lo hay,” contestó el otro. “Si alguien coge la camisa con guantes y la arroja al fuego, el Rey se salvará. ¡Pero eso de qué sirve! Si alguno lo sabe y lo dice al Rey, quedará convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón.” Intervino entonces el tercero: “Pues yo sé más todavía. Aunque se queme la camisa, tampoco el Rey tendrá a su novia. Cuando, terminada la boda, empiece la danza y la joven reina salga a bailar, palidecerá de repente y caerá como muerta. Si no acude nadie a levantarla enseguida y no le sorbe del pecho derecho tres gotas de sangre y las vuelve a escupir inmediatamente, la reina morirá. Pero quien lo sepa y lo diga quedará convertido en estatua de piedra, desde la punta de los pies a la coronilla.” Después de haber hablado así, los cuervos remontaron el vuelo, y el fiel Juan, que lo había oído y comprendido todo, permaneció desde entonces triste y taciturno; pues si callaba, haría desgraciado a su señor, y si hablaba, lo pagaría con su propia vida. Finalmente, se dijo, para sus adentros: “Salvaré a mi señor, aunque yo me pierda.”

    Al desembarcar sucedió lo que predijera el cuervo. Un magnífico alazán acercóse al trote: “¡Ea!” exclamó el Rey. “Este caballo me llevará a palacio.” Y se disponía a montarlo cuando el fiel Juan, anticipándose, subióse en él de un salto y, sacando la pistola del arzón, abatió al animal de un tiro. Los servidores del Rey, que tenían ojeriza al fiel Juan, prorrumpieron en gritos: “¡Qué escándalo! ¡Matar a un animal tan hermoso, que debía conducir al Rey a palacio!” Pero el monarca dijo: “Callaos y dejadle hacer. Es mi fiel Juan. Él sabrá por qué lo hace.” Al llegar al palacio y entrar en la sala, puesta en una bandeja, apareció la camisa de boda, resplandeciente como si fuese tejida de oro y plata. El joven Rey iba ya a cogerla, pero el fiel Juan, apartándolo y cogiendo la prenda con manos enguantadas, la arrojó rápidamente al fuego y estuvo vigilando hasta que la vio consumida. Los demás servidores volvieron a desatarse en murmuraciones: “¡Fijaos, ahora ha quemado la camisa de boda del Rey!” Pero éste dijo: “¡Quién sabe por qué lo hace! Dejadlo, que es mi fiel Juan.” Celebróse la boda, y empezó el baile. La novia salió a bailar; el fiel Juan no la perdía de vista, mirándola a la cara. De repente palideció y cayó al suelo como muerta. Juan se lanzó sobre ella, la cogió en brazos y la llevó a una habitación; la depositó sobre una cama, y, arrodillándose, sorbió de su pecho derecho tres gotas de sangre y las escupió seguidamente. Al instante recobró la Reina el aliento y se repuso; pero el Rey, que había presenciado la escena y desconocía los motivos que inducían al fiel Juan a obrar de aquel modo, gritó lleno de cólera: “¡Encerradlo en un calabozo!” Al día siguiente, el leal criado fue condenado a morir y conducido a la horca. Cuando ya había subido la escalera, levantó la voz y dijo: “A todos los que han de morir se les concede la gracia de hablar antes de ser ejecutados. ¿No se me concederá también a mí este derecho?” - “Sí,” dijo el Rey. “Te lo concedo.” Entonces el fiel Juan habló de esta manera: “He sido condenado injustamente, pues siempre te he sido fiel.” Y explicó el coloquio de los cuervos que había oído en alta mar y cómo tuvo que hacer aquellas cosas para salvar a su señor. Entonces exclamó el Rey: “¡Oh, mi fidelísimo Juan! ¡Gracia, gracia! ¡Bajadlo!” Pero al pronunciar la última palabra, el leal criado había caído sin vida, convertido en estatua de piedra.

    El Rey y la Reina se afligieron en su corazón. “¡Ay de mí!” se lamentaba el Rey. “¡Qué mal he pagado su gran fidelidad!” Y, mandando levantar la estatua de piedra, la hizo colocar en su alcoba, al lado de su lecho. Cada vez que la miraba, no podía contener las lágrimas, y decía: “¡Ay, ojalá pudiese devolverte la vida, mi fidelísimo Juan!” Transcurrió algún tiempo y la Reina dio a luz dos hijos gemelos, que crecieron y eran la alegría de sus padres. Un día en que la Reina estaba en la iglesia y los dos niños se habían quedado jugando con su padre, miró éste con tristeza la estatua de piedra y suspiró: “¡Ay, mi fiel Juan, si pudiese devolverte la vida!” Y he aquí que la estatua comenzó a hablar, diciendo: “Sí, puedes devolverme a vida, si para ello sacrificas lo que más quieres.” A lo que respondió el Rey: “¡Por ti sacrificaría cuanto tengo en el mundo!” - “Siendo así,” prosiguió la piedra, “corta con tu propia mano la cabeza a tus hijos y úntame con su sangre. ¡Sólo de este modo volveré a vivir!” Tembló el Rey al oír que tenía que dar muerte a sus queridos hijitos; pero al recordar la gran fidelidad de Juan, que había muerto por él, desenvainó la espada y cortó la cabeza a los dos niños. Y en cuanto hubo rociado la estatua con su sangre, animóse la piedra y el fiel Juan reapareció ante él, vivo y sano, y dijo al Rey: “Tu abnegación no quedará sin recompensa,” y, cogiendo las cabezas de los niños, las aplicó debidamente sobre sus cuerpecitos y untó las heridas con su sangre. En el acto quedaron los niños lozanos y llenos de vida, saltando y jugando como si nada hubiese ocurrido. El Rey estaba lleno de contento. Cuando oyó venir a la Reina, ocultó a Juan y a los niños en un gran armario. Al entrar ella, díjole: “¿Has rezado en la iglesia?” - “Sí,” respondió su esposa, “pero constantemente estuve pensando en el fiel Juan, que sacrificó su vida por nosotros.” Dijo entonces el Rey: “Mi querida esposa, podemos devolverle la vida, pero ello nos costará sacrificar a nuestros dos hijitos.” Palideció la Reina y sintió una terrible angustia en el corazón; sin embargo, dijo: “Se lo debemos, por su grandísima lealtad.” El rey, contento al ver que su esposa pensaba como él, corrió al armario y, abriéndolo, hizo salir a sus dos hijos y a Juan, diciendo: “¡Loado sea Dios; está salvado y hemos recuperado también a nuestros hijitos!” Y le contó todo lo sucedido. Y desde entonces vivieron juntos y felices hasta la muerte.

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  2. #12
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    Los Tres Enanitos del Bosque

    Éranse un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer. Un día, ésta dijo a la hija del viudo:
    -Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces, tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.

    De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:

    -¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.

    Al fin, no sabiendo qué partido tomar, quitose un zapato y dijo:

    -Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela. Llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.

    Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio. Y se celebró la boda.

    A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante. La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante. Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:

    -Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.

    -¡Santo Dios! -exclamó la muchacha-. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento se entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.

    -¿Habrase visto descaro? -exclamó la madrastra-. ¡Sal enseguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!

    Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:

    -Es tu comida de todo el día.

    Pensaba la mala bruja: «Se va a morir de frío y hambre, y jamás volveré a verla».

    La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba. Al llegar al bosque descubrió una casita con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno. Los hombrecillos suplicaron:

    -¡Danos un poco!

    -Con mucho gusto -respondió ella- y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.

    Preguntáronle entonces los enanitos:

    -¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado?

    -¡Ay! -respondió ella-, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.

    Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba, y le dijeron:

    -Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.

    Al quedarse solos, los hombrecillos celebraron consejo:

    -¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros?

    Dijo el primero:

    -Pues yo le concedo que sea más bella cada día.

    El segundo:

    -Pues yo, que le caiga una moneda de oro de la boca por cada palabra que pronuncie.

    Y el tercero:

    -Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.

    Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve. Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, dirigiose a su casa, para llevar a su madrastra lo que le había encargado. Al entrar y decir «buenas noches», cayéronle de la boca dos monedas de oro. Púsose entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.

    -¡Qué petulancia! -exclamó la hermanastra-. ¡Tirar así el dinero!

    Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:

    -No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.

    Mas como ella insistiera y no la dejara en paz, cedió al fin, le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.

    La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, penetró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.

    -Danos un poco -pidiéronle los enanitos-; pero ella respondió:

    -No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes? Terminado que hubo de comer, dijéronle los enanitos:

    -Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás.

    -Barran ustedes -replicó ella-, que yo no soy su criada.

    Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió afuera, y entonces los enanitos celebraron un nuevo consejo:

    -¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada?

    Dijo el primero:

    -Yo haré que cada día se vuelva más fea.

    Y el segundo:

    -Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.

    Y el tercero:

    -Yo la condeno a morir de mala muerte.

    La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna y regresó malhumorada a su casa. Al abrir la boca para contar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque, he aquí que a cada palabra le saltaba un sapo, por lo que todos se apartaron de ella asqueados. Ello no hizo más que aumentar el odio de la madrastra, quien sólo pensaba en los medios para atormentar a la hija de su marido, cuya belleza era mayor cada día.

    Finalmente, cogió un caldero y lo puso al fuego, para cocer lino. Una vez cocido, lo colgó del hombro de su hijastra, dio a ésta un hacha y le mandó que fuese al río helado, abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino. La muchacha, obediente, dirigiose al río y se puso a golpear el hielo para agujerearlo. En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:

    -Hija mía, ¿quién eres y qué haces?

    -Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.

    El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:

    -¿Quieres venirte conmigo?

    -¡Oh sí, con toda mi alma! -respondió ella, contenta de librarse de su madrastra y su hermanastra.

    Montó, pues, en la carroza, al lado del Rey, y, una vez en la Corte, celebrose la boda con gran pompa y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.

    Al año, la joven reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, encaminose al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.

    Como fuera que el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la cogía por los pies, y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas. Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, detúvole la vieja:

    -¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.

    El Rey, no recelando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.

    Aquella noche, empero, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:

    «Rey, ¿qué estás haciendo?
    ¿Velas o estás durmiendo?»

    Y, no recibiendo respuesta alguna, prosiguió:

    «¿Y qué hace mi gente?»

    A lo que respondió el pinche de cocina:

    «Duerme profundamente».

    Siguió el otro preguntando:

    «¿Y qué hace mi hijito?»

    Contestó el cocinero:

    «Está en su cuna dormidito».

    Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de mamar; luego le mulló la camita y, recobrando su anterior forma de pato, marchose nuevamente nadando por el sumidero. Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:

    -Ve a decir al Rey que coja la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.

    Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu, y he aquí que a la tercera levantose ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.

    El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero guardó a la Reina oculta en un aposento hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo. Ya celebrada la ceremonia, preguntó:

    -¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua?

    -Pues, cuando menos -respondió la vieja-, que la metan en un tonel erizado de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.

    A lo que replicó el Rey:

    -Has pronunciado tu propia sentencia -y, mandando traer un tonel como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija, y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.

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    La Paja, la Brasa y la Alubia

    Vivía en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más deprisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, una ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos. Abrió entonces la conversación la paja: “Amigos, ¿de dónde venís?” Y respondió la brasa: “¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza.” Dijo la alubia: “También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.” - “No habría salido mejor librada yo,” terció la paja. “Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.” - “¿Y qué vamos a hacer ahora?” preguntó el carbón. “Yo soy de parecer,” propuso la alubia, “que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía, y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras.”

    La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo, y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea: “Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras.” Tendióse la paja de orilla a orilla, y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más. La paja comenzó a arder, y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua, que, con un chirrido, expiró al tocar el agua. La alubia, que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó. También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que, un sastre que iba de viaje, se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón. La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

  4. #14
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    Las tres hojas de la serpiente

    Vivía una vez un hombre tan pobre, que pasaba apuros para alimentar a su único hijo. Díjole entonces éste:
    - Padre mío, estáis muy necesitado, y soy una carga para vos. Mejor será que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.
    Dióle el padre su bendición y se despidió de él con honda tristeza.
    Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. Apenas llegado al campo de batalla, se trabó un combate. El peligro era grande, y llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus camaradas de todos lados, y, al sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga. Adelantóse él entonces, los animó diciendo:
    - ¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!
    Seguido de los demás, lanzóse a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber el Rey que sólo a él le debía la victoria, ascendiólo por encima de todos, dióle grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
    Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que no prometiese antes solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma sepultura: «Si de verdad me ama -decía la princesa-, ¿para qué querrá seguir viviendo?». Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven, que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.
    - ¿Sabes la promesa que has de hacer? -le preguntó el Rey.
    - Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo -respondió el mozo-. Tan grande es mi amor, que no me arredra este peligro.
    Consintió entonces el Rey, y se celebró la boda con gran solemnidad y esplendor.
    Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la promesa que había hecho. Horrorizábale la idea de ser sepultado en vida; pero no había escapatoria posible. El Rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil pensar en sustraerse al horrible destino. Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo.
    Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas vituallas, habría de morir de hambre y sed.
    Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino; pero bien veía que la muerte se iba acercando irremisiblemente. Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir de uno de los rincones de la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que venía para devorarlo, sacó la espada y exclamó: «¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!». Y la partió en tres pedazos.
    Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que enseguida retrocedió, al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó a los pocos momentos, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su compañera. Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas que había devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las personas. Recogiólas y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes, en sus ojos. Y he aquí que apenas lo hubo hecho, la sangre empezó a circular por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta y, abriendo los ojos, dijo:
    - ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?
    - Estás conmigo, esposa querida -respondióle el príncipe, y le contó todo lo ocurrido y cómo la había vuelto a la vida.
    Dióle luego un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado algo de vigor, ayudóla a levantarse y a ir hasta la puerta, donde ambos se pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y corrieron a informar al Rey. Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la inesperada solución del triste caso. El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
    - Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarías!
    Sin embargo, habíase producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido. Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó a sentir una inclinación culpable hacia el piloto que los conducía. Y un día, en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, cogiendo ella a su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar. Cometido el crimen, dijo la princesa al marino:
    - Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y encomiaré ante mi padre en términos tales, que me casará contigo y te hará heredero del reino.
    Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajó al agua un botecito sin ser advertido de nadie, y en él se dirigió, a fuerza de remos, al lugar donde cayera su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino. Sacó del agua el cuerpo del ahogado, y, con ayuda de las tres hojas milagrosas que llevaba consigo y que aplicó en sus ojos y boca, lo restituyó felizmente a la vida.
    Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia del Rey antes que la gran nave. Asombrado éste al verlos regresar solos, preguntóles qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:
    - No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la verdad saldrá a la luz del día- y, enviando a los dos a una cámara secreta, los retuvo en ella sin que nadie lo supiera.
    Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre con semblante de tristeza. Preguntóle él:
    - ¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
    - ¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede contároslo todo.
    Dijo el Rey:
    - Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres.
    Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón. Pero el Rey dijo:
    - No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te restituyó la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.
    Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.

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    El Sastrecillo Valiente

    No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:
    —¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
    Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
    —¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
    Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
    —Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.
    La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
    —¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
    Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
    Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
    Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
    —¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
    Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
    «¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
    «¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»
    Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
    Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
    El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
    —¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
    El gigante lo miró con desprecio y dijo:
    —¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
    —¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
    El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
    —¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
    —¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!
    Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
    —¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
    El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
    —Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
    —Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
    —¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
    —Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
    —Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
    En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
    El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
    —¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
    El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
    —¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
    Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
    —¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
    —No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
    El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
    —Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
    El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.»
    El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
    El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
    —¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
    Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
    —Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.
    Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
    —¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
    Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
    —No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
    El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.
    Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
    «¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que contestó:
    —Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
    Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
    —Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
    Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
    Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
    —¿Por qué me pegas?
    —Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
    Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
    —¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?
    —Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.
    Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
    —¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.
    «Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.»
    Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:

    —Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
    —¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.
    —No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.
    Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
    El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
    —Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
    —Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
    Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
    No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.
    —Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.
    Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
    «¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
    Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
    —¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!
    Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
    Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
    El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».
    Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.

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    Los Dos Hermanitos

    El hermanito cogió de la mano a su hermanita y le habló así:
    - Desde que mamá murió no hemos tenido una hora de felicidad; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a puntapiés. Por comida sólo tenemos los mendrugos de pan duro que sobran, y hasta el perrito que está debajo de la mesa, lo pasa mejor que nosotros, pues alguna que otra vez le echan un buen bocado. ¡Dios se apiade de nosotros! ¡Si lo viera nuestra madre! ¿Sabes qué? Ven conmigo, a correr mundo.
    Y estuvieron caminando todo el día por prados, campos y pedregales, y cuando empezaba a llover, decía la hermanita:
    - ¡Es Dios y nuestros corazones que lloran juntos!
    Al atardecer llegaron a un gran bosque, tan fatigados a causa del dolor, del hambre y del largo camino recorrido, que, sentándose en el hueco de un árbol, no tardaron en quedarse dormidos.
    A la mañana siguiente, al despertar, el sol estaba ya muy alto en el cielo y sus rayos daban de pleno en el árbol. Dijo entonces el hermanito:
    - Hermanita, tengo sed; si supiera de una fuentecilla iría a beber. Me parece que oigo el murmullo de una.
    Y levantándose y cogiendo a la niña de la mano, salieron en busca de la fuente. Pero la malvada madrastra era bruja, y no le había pasado por alto la escapada de los niños. Deslizándose solapadamente detrás de ellos, como sólo una hechicera sabe hacerlo, había embrujado todas las fuentes del bosque. Al llegar ellos al borde de una, cuyas aguas saltaban escurridizas entre las piedras, el hermanito se aprestó a beber. Pero la hermanita oyó una voz queda que rumoreaba: «Quién beba de mí se convertirá en tigre; quien beba de mí se convertirá en tigre». Por lo que exclamó la hermanita:
    - ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en tigre y me despedazarás!
    El hermanito se aguantó la sed y no bebió, diciendo:
    - Esperaré a la próxima fuente.
    Cuando llegaron a la segunda, oyó también la hermanita que murmuraba: «Quien beba de mí se transformará en lobo, quien beba de mí se transformará en lobo».
    Y exclamó la hermanita:
    - ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en lobo y me devorarás!
    El niño renunció a beber, diciendo:
    - Aguardaré hasta la próxima fuente; pero de ella beberé, digas tú lo que digas, pues tengo una sed irresistible.
    Cuando llegaron a la tercera fuentecilla, la hermanita oyó que, rumoreando, decía: «Quien beba de mí se convertirá en corzo; quien beba de mí se convertirá en corzo». Y exclamó nuevamente la niña:
    - ¡Hermanito, te lo ruego, no bebas, pues si lo haces te convertirás en corzo y huirás de mi lado!
    Pero el hermanito se había arrodillado ya junto a la fuente y empezaba a beber. Y he aquí que en cuanto las primeras gotas tocaron sus labios, quedó convertido en un pequeño corzo.
    La hermanita se echó a llorar a la vista de su embrujado hermanito, y, por su parte, también el corzo lloraba, echado tristemente junto a la niña. Al fin dijo ésta:
    - ¡Tranquilízate, mi lindo corzo; nunca te abandonaré!
    Y, desatándose una de sus ligas doradas, rodeó con ella el cuello del corzo; luego arrancó juncos y tejió una cuerda muy blanda y suave. Con ella ató al animalito y siguió su camino, cada vez más adentro del bosque.
    Anduvieron horas y horas y, al fin, llegaron a una casita; la niña miró adentro, y al ver que estaba desierta, pensó: «Podríamos quedarnos a vivir aquí». Con hojas y musgo arregló un mullido lecho para el corzo, y todas las mañanas salía a recoger raíces, frutos y nueces; para el animalito traía hierba tierna, que él acudía a comer de su mano, jugando contento en torno a su hermanita. Al anochecer, cuando la hermanita, cansada, había rezado sus oraciones, reclinaba la cabeza sobre el dorso del corzo; era su almohada, y allí se quedaba dormida dulcemente. Lástima que el hermanito no hubiese conservado su figura humana, pues habría sido aquélla una vida muy dichosa.
    Algún tiempo hacía ya que moraban solos en la selva, cuando he aquí que un día el rey del país organizó una gran cacería. Sonaron en el bosque los cuernos de los monteros, los ladridos de las jaurías y los alegres gritos de los cazadores, y, al oírlos el corzo, le entraron ganas de ir a verlo.
    - ¡Hermanita -dijo-, déjame ir a la cacería, no puedo contenerme más!
    Y tanto porfió, que, al fin, ella le dejó partir.
    - Pero -le recomendó- vuelve en cuanto anochezca. Yo cerraré la puerta para que no entren esos cazadores tan rudos. Y para que pueda conocerte, tú llamarás, y dirás: «¡Hermanita, déjame entrar!». Si no lo dices, no abriré.
    Marchóse el corzo brincando. ¡Qué bien se encontraba en libertad!. El Rey y sus acompañantes descubrieron el hermoso animalito y se lanzaron en su persecución; pero no lograron darle alcance; por un momento creyeron que ya era suyo, pero el corzo se metió entre la maleza y desapareció. Al oscurecer regresó a la casita y llamó a la puerta.
    - ¡Hermanita, déjame entrar!
    Abrióse la puertecita, entró él de un salto y pasóse toda la noche durmiendo de un tirón en su mullido lecho.
    A la mañana siguiente reanudóse la cacería, y no bien el corzo oyó el cuerno y el «¡ho, ho!» de los cazadores, entróle un gran desasosiego y dijo:
    - ¡Hermanita, ábreme, quiero volver a salir!
    La hermanita le abrió la puerta, recordándole:
    - Tienes que regresar al oscurecer y repetir las palabras que te enseñé.
    Cuando el Rey y sus cazadores vieron de nuevo el corzo del collar dorado, pusiéronse a acosarlo todos en tropel, pero el animal era demasiado veloz para ellos. La persecución se prolongó durante toda la jornada, y, al fin, hacia el atardecer, lograron rodearlo, y uno de los monteros lo hirió levemente en una pata, por lo que él tuvo que escapar cojeando y sin apenas poder correr. Un cazador lo siguió hasta la casita y lo oyó que gritaba:
    - ¡Hermanita, déjame entrar!
    Vio entonces cómo se abría la puerta y volvía a cerrarse inmediatamente. El cazador tomó buena nota y corrió a contar al Rey lo que había oído y visto; a lo que el Rey respondió:
    - ¡Mañana volveremos a la caza!
    Pero la hermanita tuvo un gran susto al ver que su cervatillo venía herido. Le restañó la sangre, le aplicó unas hierbas medicinales y le dijo:
    - Acuéstate, corzo mío querido, hasta que estés curado.
    Pero la herida era tan leve que a la mañana no quedaba ya rastro de ella; así que en cuanto volvió a resonar el estrépito de la cacería, dijo:
    - No puedo resistirlo; es preciso que vaya. ¡No me cogerán tan fácilmente!
    La hermanita, llorando, le reconvino:
    - Te matarán, y yo me quedaré sola en el bosque, abandonada del mundo entero. ¡Vaya, que no te suelto!
    - Entonces me moriré aquí de pesar -respondió el corzo-. Cuando oigo el cuerno de caza me parece como si las piernas se me fueran solas.
    La hermanita, incapaz de resistir a sus ruegos, le abrió la puerta con el corazón oprimido, y el animalito se precipitó en el bosque, completamente sano y contento. Al verlo el Rey, dijo a sus cazadores:
    - Acosadlo hasta la noche, pero que nadie le haga ningún daño.
    Cuando ya el sol se hubo puesto, el Rey llamó al cazador y le
    dijo:
    - Ahora vas a acompañarme a la casita del bosque. Al llegar ante la puerta, llamó con estas palabras:
    - ¡Hermanita querida, déjame entrar!
    Abrieron, y el Rey entró, encontrándose frente a frente con una niña tan hermosa como jamás viera otra igual. Asustóse la niña al ver que el visitante no era el corzo, sino un hombre que llevaba una corona de oro en la cabeza. El Rey, empero, la miró cariñosamente y, tendiéndole la mano, dijo:
    - ¿Quieres venirte conmigo a palacio y ser mi esposa?
    - ¡oh, sí! -respondió la muchacha-. Pero el corzo debe venir conmigo; no quiero abandonarlo.
    - Permanecerá a tu lado mientras vivas, y nada le faltará ****asintió el Rey-. Entró en esto el corzo, y la hermanita volvió a atarle la cuerda de juncos y, cogiendo el cabo con la mano, se marcharon de la casita del bosque.
    El Rey montó a la bella muchacha en su caballo y la llevó a palacio, donde a poco se celebraron las bodas con gran magnificencia. La hermanita pasó a ser Reina, y durante algún tiempo todos vivieron muy felices; el corzo, cuidado con todo esmero, retozaba alegremente por el jardín del palacio. Entretanto, la malvada madrastra, que había sido causa de que los niños huyeran de su casa, estaba persuadida de que la hermanita había sido devorada por las fieras de la selva, y el hermanito, transformado en corzo, muerto por los cazadores. Al enterarse de que eran felices y lo pasaban tan bien, la envidia y el rencor volvieron a agitarse en su corazón sin dejarle un momento de sosiego, y no pensaba sino en el medio de volver a hacer desgraciados a los dos hermanitos.
    La bruja tenía una hija tuerta y fea como la noche, que continuamente le hacía reproches y le decía:
    - ¡Ser reina! A mí debía haberme tocado esta suerte, y no a ella.
    - Cálmate -le respondió la bruja, y, para tranquilizarla, agregó:
    - Yo sé lo que tengo que hacer, cuando sea la hora.
    Transcurrido un tiempo, la Reina dio a luz un hermoso niño. Encontrándose el Rey de caza, la vieja bruja, adoptando la figura de la camarera, entró en la habitación, donde estaba acostada la Reina, y le dijo:
    - Vamos, el baño está preparado; os aliviará y os dará fuerzas. ¡Deprisa, antes de que se enfríe!
    Su hija estaba con ella, y entre las dos llevaron a la débil Reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera; cerraron la puerta y huyeron, después de encender en el cuarto una hoguera infernal, que en pocos momentos ahogó a la bella y joven Reina.
    Realizada su fechoría, la vieja puso una cofia a su hija y la acostó en la cama de la Reina. Prestóle también la figura y el aspecto de ella; lo único que no pudo devolverle fue el ojo perdido; así, para que el Rey no notase el defecto, le dijo que permaneciera echada sobre el costado de que era tuerta. Al anochecer, al regresar el soberano y enterarse de que le había nacido un hijo, alegróse de todo corazón y quiso acercarse al lecho de su esposa para ver cómo seguía. Pero la vieja se apresuró a decirle:
    - ¡Ni por pienso! ¡No descorráis las cortinas; la Reina no puede ver la luz y necesita descanso!
    Y el Rey se retiró, ignorando que en su cama yacía una falsa reina.
    Pero he aquí que a media noche, cuando ya todo el mundo dormía, la niñera, que velaba sola junto a la cuna en la habitación del niño, vio que se abría la puerta y entraba la reina verdadera, que, sacando al reciennacido de la cunita, lo cogió en brazos y le dio de mamar. Mullóle luego la almohadita y, después de acostarlo nuevamente, lo arropó con la colcha. No se olvidó tampoco del corzo, pues, yendo al rincón donde yacía, le acarició el lomo. Hecho esto, volvió a salir de la habitación con todo sigilo, y, a la mañana siguiente, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la noche; pero ellos contestaron:
    - No, no hemos visto a nadie.
    La escena se repitió durante muchas noches, sin que la Reina pronunciase jamás una sola palabra. Y si bien la niñera la veía cada vez, no se atrevía a contárselo a nadie.
    Después de un tiempo, la Reina, rompiendo su mutismo, empezó a hablar en sus visitas nocturnas, diciendo:

    «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
    Vendré otras dos noches, y ya nunca más».

    La niñera no le respondió; pero en cuanto hubo desaparecido corrió a comunicar al Rey todo lo ocurrido. El Rey exclamó:
    - ¡Dios mío, ¿qué significa esto?!. La próxima noche me quedaré a velar junto al niño.
    Y, al oscurecer, entró en la habitación del principito. Presentóse la Reina a media noche y dijo:

    «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
    Vendré otra noche, y ya nunca más».

    Y después de atender al niño como solía, desapareció nuevamente. El Rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero acudió a velar también a la noche siguiente. Y dijo la Reina:

    «¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
    Vengo esta vez, y ya nunca más».

    El Rey, sin poder ya contenerse, exclamó:
    -¡No puede ser más que mi esposa querida!
    A lo que respondió ella:
    - Sí, soy tu esposa querida.
    Y en aquel mismo instante, por merced de Dios, recobró la vida, quedando fresca, sonrosada y sana como antes. Contó luego al Rey el crimen cometido en ella por la malvada bruja y su hija, y el Rey mandó que ambas compareciesen ante un tribunal. Por sentencia de éste, la hija fue conducida al bosque, donde la destrozaron las fieras, mientras la bruja, condenada a la hoguera, expió sus crímenes con una muerte miserable y cruel. Y al quedar reducida a cenizas, el corzo, transformándose de nuevo, recuperó su figura humana, con lo cual el hermanito y la hermanita vivieron juntos y felices hasta el fin de sus días.

  7. #17
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    El Acertijo

    Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:
    - Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
    - De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
    - ¿Por qué? -preguntó el príncipe.
    - Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ****contestó la niña suspirando.
    Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
    - ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
    La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
    - Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.
    Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.
    - ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.
    «¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
    Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.
    Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
    Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
    - ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?
    En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.
    Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.
    Preguntó ella:
    - Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
    Respondió él:
    - Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
    Siguió ella preguntando:
    - Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
    - Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.
    Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
    - Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
    Dijeron los jueces:
    - Danos una prueba.
    Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
    - Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.

  8. #18
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    El Ratoncillo, el Pajarito y la Salchicha

    Un ratoncillo, un pajarito y una salchicha hacían vida en común. Llevaban ya mucho tiempo juntos, en buena paz y compañía y congeniaban muy bien. La faena del pajarito era volar todos los días al bosque a buscar leña. El ratón cuidaba de traer agua y poner la mesa, y la salchicha tenía a su cargo la cocina.

    ¡Cuando las cosas van demasiado bien, uno se cansa pronto de ellas! Así, ocurrió que un día el pajarito se encontró con otro pájaro, a quien contó y encomió lo bien que vivía. Pero el otro lo trató de tonto, pues que cargaba con el trabajo más duro, mientras los demás se quedaban en casita muy descansados pues el ratón, en cuanto había encendido el fuego y traído el agua, podía irse a descansar en su cuartito hasta la hora de poner la mesa. Y la salchicha no se movía del lado del puchero, vigilando que la comida se cociese bien, y cuando estaba a punto, no tenía más que zambullirse un momento en las patatas o las verduras, y éstas quedaban adobadas, saladas y sazonadas. No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.

    Al otro día el pajarillo, cediendo a las instigaciones de su amigo, declaró que no quería ir más a buscar leña; estaba cansado de hacer de criado de los demás y de portarse como un bobo. Era preciso volver las tornas y organizar de otro modo el gobierno de la casa. De nada sirvieron los ruegos del ratón y de la salchicha; el pájaro se mantuvo en sus trece. Hubo que hacerlo, pues, a suertes; a la salchicha le tocó la obligación de ir por leña, mientras el ratón cuidaría de la cocina, y el pájaro, del agua.

    ¿Veréis lo que sucedió? La salchichita se marchó a buscar leña; el pajarillo encendió fuego, y el ratón puso el puchero; luego los dos aguardaron a que la salchicha volviera con la provisión de leña para el día siguiente. Pero tardaba tanto en regresar, que sus dos compañeros empezaron a inquietarse, y el pajarillo emprendió el vuelo en su busca. No tardó en encontrar un perro que, considerando a la salchicha buena presa, la había capturado y asesinado. El pajarillo echó en cara al perro su mala acción, que calificó de robo descarado, pero el can le replicó que la salchicha llevaba documentos comprometedores, y había tenido que pagarlo con la vida.

    El pajarillo cargó tristemente con la leña y, de vuelta a su casa, contó lo que acababa de ver y de oír. Los dos compañeros quedaron muy abatidos; pero convinieron en sacar el mejor partido posible de la situación y seguir haciendo vida en común. Así, el pajarillo puso la mesa, mientras el ratón guisaba la comida. Queriendo imitar a la salchicha, metióse en el puchero de las verduras para agitarlas y reblandecerlas; pero aún no había llegado al fondo de la olla que se quedó cogido y sujeto, y hubo de dejar allí la piel y la vida.

    Al volver el pajarillo pidió la comida, pero se encontró sin cocinero. Malhumorado, dejó la leña en el suelo de cualquier manera, y se puso a llamar y a buscar, pero el cocinero no aparecía. Por su descuido, el fuego llegó a la leña y prendió en ella. El pájaro precipitóse a buscar agua, pero el cubo se le cayó en el pozo con él dentro, y, no pudiendo salir, murió ahogado.

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    Los Músicos de Bremhen

    Había una vez un burro que trabajaba en una granja.

    Cuando el burro se hizo viejo, su amo decidió llevarlo al matadero. Pero el burro descubrió sus planes y escapó de la granja.

    -¡Qué injusticia! He gastado toda mi vida y mis fuerzas al servicio del amo... ¡y mira cómo me lo agradece! -murmuraba el burro.

    Entonces, pensó ir a la ciudad de Bremen para hacerse músico de la banda municipal. Por el camino encontró a un perro de caza y le preguntó:

    -Amigo, ¿por qué corres con la lengua fuera?
    -Porque soy viejo y mi amo quiere matarme...

    El burro escuchó todas las desgracias del perro y dijo:

    -Compañero, vente conmigo a Bremen y nos haremos músicos de la banda municipal. Yo tocaré la guitarra y tú el tambor.

    Al cabo de un rato, el burro y el perro se encontraron con un gato.

    -Compañero, ¿por qué estás triste? -le preguntaron.
    -Como ya soy viejo, mi ama quería ahogarme. Por eso he escapado y ahora no sé cómo voy a ganarme la vida...
    -No te preocupes -le dijeron-; tu historia es igual que la nuestra. Ven con nosotros, nos haremos músicos.

    Un poco más adelante, el burro, el perro y el gato oyeron a un gallo que cantaba, parecía que se iba a romper la garganta.
    El gallo les dijo:

    -¡Qué injusticia! Toda la vida he trabajado de despertador y mañana piensan echarme a la sopa... Ahora, canto hasta desgañitarme mientras puedo.

    Entonces, el burro le dijo:
    -¿No tienes cerebro debajo de esa cresta? Vente con nosotros a Bremen. Vamos a ser músicos de la banda municipal.

    Pero la ciudad de Bremen estaba lejos y la noche se les echó encima a medio camino. Los cuatro músicos decidieron pasar la noche junto a un árbol grueso.
    El burro y el perro se quedaron bajo el árbol, el gato trepó a una rama y el gallo se encaramó a la rama más alta.
    Desde aquella altura, el gallo gritó:

    -¡Se ve una luz a lo lejos...!
    -Vamos allá, compañeros -dijo el burro-; seguro que es mejor posada que ésta.

    Cuando llegaron a la casa, el burro se asomó a una ventana y dijo:

    -Hay un grupo de bandidos sentados a la mesa. Tienen preparada una cena fastuosa.

    Los animales, después de alguna discusión, prepararon un plan para echar a los bandidos.
    El burro apoyó las patas delanteras en la ventana; el perro se puso encima del burro; el gato se encaramó sobre el perro y el gallo, sobre la cabeza del gato.

    A una señal, todos comenzaron su música: el burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Y, a una señal, todos se echaron sobre la ventana. El cristal se rompió en mil pedazos y los bandidos gritaron asustados:

    -¡Fantasmas! ¡La casa está embrujada!

    Y todos huyeron aterrorizados al bosque.

    Entonces, los cuatro músicos de Bremen se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta de todos los alimentos. Cuando terminaron de cenar, apagaron la luz y se acostaron.
    Cuando los bandidos se tranquilizaron, el capitán mandó a uno que fuera a la casa para espiar.
    El bandido entró sin hacer ruido; al fondo de la habitación brillaban los ojos del gato. El bandido pensó que era fuego y acercó una cerilla para encender una vela.

    Entonces, el gato se lanzó sobre él y le arañó la cara; en su huida tropezó con el perro y éste le mordió en una pierna; finalmente, el burro le atizó una coz tremenda.
    Cuando escapaba aterrorizado oyó cantar al gallo:

    -¡Quiquiriqui!

    El ladrón volvió junto a sus compañeros y les dijo:

    -En la casa hay una bruja horrible. Nada más entrar me arañó la cara. Luego, me agarró la pierna con unas tenazas y un mostruo negro y peludo me golpeó con una porra. Cuando escapaba, un fantasma gritó: «¡Traédmelo aquí!»

    A partir de aquel día, los bandidos no se atrevieron a volver a la casa y los cuatro músicos de Bremen se quedaron en ella para siempre.

  10. #20
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    El Hueso Cantor

    Había una vez gran alarma en un país por causa de un jabalí que asolaba los campos, destruía el ganado y despanzurraba a las personas a colmillazos. El Rey prometió una gran recompensa a quien librase al país de aquel azote; pero la fiera era tan corpulenta y forzuda, que nadie se atrevía a acercarse al bosque donde tenía su morada. Finalmente, el Rey hizo salir a un pregonero diciendo que otorgaría por esposa a su única hija a aquel que capturase o diese muerte a la alimaña.
    Vivían a la sazón dos hermanos en aquel reino, hijos de un hombre pobre, que se ofrecieron a intentar la empresa. El mayor, astuto y listo, lo hizo por soberbia; el menor, que era ingenuo y tonto, movido por su buen corazón. Dijo el Rey:
    - Para estar seguros de encontrar el animal, entraréis en el bosque por los extremos opuestos.
    El mayor entró por el lado de Poniente, y el menor, por el de Levante. Al poco rato de avanzar éste, acercósele un hombrecillo que llevaba en la mano un pequeño venablo, y le dijo:
    - Te doy este venablo porque tu corazón es inocente y bondadoso. Con él puedes enfrentarte sin temor con el salvaje jabalí; no te hará daño alguno.
    El mozo dio las gracias al hombrecillo y, echándose el arma al hombro, siguió su camino sin miedo. Poco después avistó a la fiera, que corría furiosa contra él; pero el joven le presentó la jabalina, y el animal, en su rabia loca, embistió ciegamente y se atravesó el corazón con el arma. El muchacho se cargó la fiera a la espalda y se volvió para presentarla al Rey.
    Al salir del bosque por el lado opuesto, detúvose en la entrada de una casa, donde había mucha gente que se divertía bailando y empinando el codo. Allí estaba también su hermano mayor; había pensado que el jabalí no iba a escapársele, y que primero podría tomarse unos traguitos. Al ver a su hermano menor que salía del bosque con el jabalí a cuestas, su envidioso y perverso corazón no le dejó ya un instante en reposo.
    - Ven, hermano -le dijo, llamándolo-, descansarás un poco y te reanimarás con un vaso de vino. El pequeño, que no pensaba mal, entró y le contó su encuentro con el hombrecillo que le había dado la jabalina para matar el jabalí. El mayor lo retuvo hasta el anochecer, y entonces partieron los dos juntos. Al llegar, ya oscurecido, a un puente que cruzaba el río, el mayor hizo que el otro pasara delante, y cuando estuvo en la mitad, le asestó a traición un fuerte golpe y lo mató. Enterrólo bajo el puente y, cargando con el jabalí, lo llevó al Rey, afirmando que lo había cazado y muerto, hazaña por la cual obtuvo la mano de la princesa. Al extrañarse la gente de que no regresara el hermano, dijo:
    - Seguramente que el animal lo habrá despedazado - y todo el mundo lo creyó así.
    Pero como a Dios nada le queda oculto, también aquella negra fechoría hubo de salir a la luz. Unos años más tarde, un pastor que conducía su rebaño por el puente vio abajo, entre la arena, un huesecillo blanco como la nieve, y pensó que con él podría fabricarse una boquilla para su cuerno. Así lo hizo, y al probar el instrumento con la nueva pieza, el huesecillo se puso a cantar, con gran asombro del pastor:

    «Ay, amable pastorcillo que tocas con mi huesecillo.
    Mi hermano me ha matado y bajo este puente enterrado. El jabalí se llevaba y la princesa me robaba».

    «¡Vaya un cuerno prodigioso, que canta solo!», se dijo el pastor. «Voy a llevarlo al Señor Rey».
    No bien hubo llegado a presencia del Rey, el cuerno volvió a entonar su canción. El Rey, comprendiendo el sentido, mandó excavar la tierra debajo del puente y apareció el esqueleto entero del asesinado. El mal hermano no pudo negar el hecho. Lo cosieron en un saco y lo echaron al río para que muriera ahogado. Los huesos del muerto fueron depositados en el cementerio, en una hermosa sepultura, y allí reposan en santa paz.

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