Era un día de agosto y la lluvia y el viento podían con ella. Una mujer, sentada sobre una incómoda silla, miraba la ventana y se detenía a pensar el por qué de su vida. Pensaba en todo lo que había hecho, en todo lo que había pasado y en todo en lo que jamás haría. Detenida en ese paisaje contemplaba aquel verde esperanza que destilaba el árbol del vecino. Todo era gris, todo era nada. Sentía que con el pasar de las horas su cuerpo y alma se deslizaban por un agujero profundo y sin fondo en donde no había salida, no había claridad, nada había. Aquel pozo era su vida y no creía encontrar respuestas, ni remedios para salir de ese estado. De sus ojos caían lágrimas pero no podía explicarlas. Agradecía en voz baja estar sola y no tener que explicar algo que ni ella entendía.
Ya nada la salvaba, era el caos mismo el que vivía en ella y lo peor de todo era que lo soportaba.
La lluvia tronaba más y más fuerte, el viento abría de par en par las ventanas de la casa, oscura y solitaria, y pensaba en que tal vez su estado era una gran tormenta que como toda lluvia en algún momento para y por eso su estado iba, en algún momento, a acabar. En eso pensaba y se reconfortaba. Por supuesto que no sucedía, la tormenta no acababa.
Ya no podía seguir en ese infierno tormentoso y se preparó para salir, decidiendo así alejarse de aquel pasado que tanto tiempo había vivido en ella, alejarse de historias que no podía olvidar, de llantos y noches de no poder conciliar el sueño y alejarse, entonces, de aquello que tanto la apretaba y ahogaba, de ella misma.