Aquello duró bastante.
Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.
La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.
Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.
La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.
Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.
Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.
Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

FIN