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Tema: Cuentos de los Hermanos Grimm

  1. #41
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    Piñoncito

    Un guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño. Dirigiéndose hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto árbol, en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y, cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol.
    Trepó a ella el guardabosque, y, recogiendo a la criatura, pensó: «Me lo llevaré a casa y lo criaré junto con Lenita». Y, dicho y hecho, los dos niños crecieron juntos. Al que había sido encontrado en el árbol, por haberlo llevado allí un ave le pusieron por nombre Piñoncito. Él y Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro se sentía triste.
    Tenía el guardabosque una vieja cocinera, la cual, un atardecer, cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la operación, que Lenita, intrigada, hubo de preguntarle:
    - ¿Para qué traes tanta agua, viejecita?
    - Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré -respondióle la cocinera. Aseguróle Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le reveló la vieja su propósito-: Mañana temprano, en cuanto el guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua, y, cuando ya esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.
    Por la mañana, de madrugada, levantóse el hombre y se fue al bosque, mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a Piñoncito:
    - Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
    Respondióle Piñoncito:
    - ¡Jamás de los jamases!
    Y díjole Lenita:
    - Pues voy a descubrirte una cosa a ti solo. Anoche, al ver que la vieja traía tantos cubos de agua del pozo, le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que me lo diría si no se lo contaba a nadie. Yo se lo prometí, y entonces me dijo ella que esta mañana, cuando padre estuviese de caza, herviría el agua en el caldero, te echaría en él y te cocería. Así que levantémonos enseguida, vistámonos y nos escaparemos.
    Levantáronse los dos niños, vistiéronse rápidamente y huyeron. Cuando el agua hirvió en el caldero, la cocinera se dirigió a la habitación en busca de Piñoncito, con el propósito de echarlo a cocer; pero al acercarse a la cama se encontró con que los dos pequeños se habían marchado. Entróle a la vieja un gran miedo, y pensó: «¿Qué diré cuando vuelva el guardabosque y vea que no están los niños? Hay que correr y traerlos de nuevo».
    Envió a tres mozos, con el encargo de alcanzar a los niños y traerlos a casa. Los pequeños se habían sentado a la orilla del bosque, y, al ver de lejos a los tres criados que se dirigían hacia ellos, dijo Lenita a Piñoncito:
    - Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
    - ¡Jamás de los jamases! -respondió Piñoncito.
    Y Lenita:
    - Transfórmate en rosal, y yo seré una rosa.
    Al llegar los tres criados al bosque no vieron más que un rosal con una sola rosa; pero de los niños, ni rastro. Dijéronse entonces:
    - Aquí no hay nada -y, regresando a la casa, dijeron a la cocinera que sólo habían visto un rosal con una rosa. Riñólos la vieja:
    - ¡Bobalicones! Debisteis cortar el rosal y traer a casa la rosa. ¡Id a buscarla corriendo!
    Y tuvieron que encaminarse nuevamente al bosque. Pero los niños los vieron venir de lejos, y dijo Lenita:
    - Piñoncito, si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
    Respondió Piñoncito:
    - ¡Jamás de los jamases!
    Y Lenita:
    - Transfórmate en una iglesia, y yo seré una corona dentro de ella.
    Al llegar los mozos vieron la iglesia, con la corona en su interior, por lo que se dijeron:
    - ¡Qué vamos a hacer aquí! Volvámonos a casa.
    Ya en ella, preguntóles la cocinera si habían encontrado algo. Ellos respondieron que no, aparte una iglesia con una corona dentro.
    - ¡Zoquetes! -increpólos la vieja-. ¿Por qué no derribasteis la iglesia y trajisteis la corona?
    Entonces se puso en camino la propia cocinera, acompañada de los tres criados, en busca de los niños. Pero éstos vieron acercarse a los tres hombres y, detrás de ellos, renqueando, a la vieja. Y dijo Lenita:
    - Piñoncito, si tú no me abandonas, yo jamás te abandonaré.
    Y dijo Piñoncito:
    - ¡Jamás de los jamases!
    - Pues transfórmate en un estanque, y yo seré un pato que nada en él -dijo Lenita.
    Llegó la cocinera y, al ver el estanque, se tendió en la orilla para sorberlo. Pero el pato acudió nadando a toda prisa y, cogiéndola por la cabeza con el pico, se la hundió en el agua, y de este modo se ahogó la bruja. Los niños regresaron a casa, alegres y contentos; y si no han muerto, todavía deben de estar vivos.

    •   Alt 


        
       

  2. #42
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    El Hábil Cazador

    Érase una vez un muchacho que había aprendido el oficio de cerrajero. Un día dijo a su padre que deseaba correr mundo y buscar fortuna.
    - Muy bien -respondióle el padre-; no tengo inconveniente -. Y le dio un poco de dinero para el viaje. Y el chico se marchó a buscar trabajo. Al cabo de un tiempo se cansó de su profesión, y la abandonó para hacerse cazador. En el curso de sus andanzas encontróse con un cazador, vestido de verde, que le preguntó de dónde venía y adónde se dirigía. El mozo le contó que era cerrajero, pero que no le gustaba el oficio, y sí, en cambio, el de cazador, por lo cual le rogaba que lo tomase de aprendiz.
    - De mil amores, con tal que te vengas conmigo -dijo el hombre. Y el muchacho se pasó varios años a su lado aprendiendo el arte de la montería. Luego quiso seguir por su cuenta y su maestro, por todo salario, le dio una escopeta, la cual, empero, tenía la virtud de no errar nunca la puntería. Marchóse, pues, el mozo y llegó a un bosque inmenso, que no podía recorrerse en un día. Al anochecer encaramóse a un alto árbol para ponerse a resguardo de las fieras; hacia medianoche parecióle ver brillar a lo lejos una lucecita a través de las ramas, y se fijó bien en ella para no desorientarse. Para asegurarse, se quitó el se quitó el sombrero y lo lanzó en dirección del lugar donde aparecía la luz, con objeto de que le sirviese de señal cuando hubiese bajado del árbol. Ya en tierra, encaminóse hacia el sombrero y siguió avanzando en línea recta. A medida que caminaba, la luz era más fuerte, y al estar cerca de ella vio que se trataba de una gran hoguera, y que tres gigantes sentados junto a ella se ocupaban en asar un buey que tenían sobre un asador. Decía uno:
    - Voy a probar cómo está -. Arrancó un trozo, y ya se disponía a llevárselo a la boca cuando, de un disparo, el cazador se lo hizo volar de la mano.
    - ¡Caramba! -exclamó el gigante-, el viento se me lo ha llevado -, y cogió otro pedazo; pero al ir a morderlo, otra vez se lo quitó el cazador de la boca. Entonces el gigante, propinando un bofetón al que estaba junto a él, le dijo airado:
    - ¿Por qué me quitas la carne?
    - Yo no te la he quitado -replicó el otro-; habrá sido algún buen tirador.
    El gigante cogió un tercer pedazo; pero tan pronto como lo tuvo en la mano, el cazador lo hizo volar también. Dijeron entonces los gigantes:
    - Muy buen tirador ha de ser el que es capaz de quitar el bocado de la boca. ¡Cuánto favor nos haría un tipo así! -y gritaron-: Acércate, tirador; ven a sentarte junto al fuego con nosotros y hártate, nosotros y hártate, que no te haremos daño. Pero si no vienes y te pescamos, estás perdido.
    Acercóse el cazador y les explicó que era del oficio, y que dondequiera que disparase con su escopeta estaba seguro de acertar el blanco. Propusiéronle que se uniese a ellos, diciéndole que saldría ganando, y luego le explicaron que a la salida del bosque había un gran río, y en su orilla opuesta se levantaba una torre donde moraba una bella princesa, que ellos proyectaban raptar.
    - De acuerdo -respondió él-. No será empresa difícil.
    Pero los gigantes agregaron:
    - Hay una circunstancia que debe ser tenida en cuenta: vigila allí un perrillo que, en cuanto alguien se acerca, se pone a ladrar y despierta a toda la Corte; por culpa de él no podemos aproximarnos. ¿Te las arreglarías para matar el perro?
    - Sí -replicó el cazador-; para mí, esto es un juego de niños.
    Subióse a un barco y, navegando por el río, pronto llegó a la margen opuesta. En cuanto desembarcó, salióle el perrito al encuentro; pero antes de que pudiera ladrar, lo derribó de un tiro. Al verlo los gigantes se alegraron, dando ya por suya la princesa. Pero el cazador quería antes ver cómo estaban las cosas, y les dijo que se quedaran fuera hasta que él los llamase. Entró en el palacio, donde reinaba un silencio absoluto, pues todo el mundo dormía. Al abrir la puerta de la primera sala vio, colgando en vio, colgando en la pared, un sable de plata maciza que tenía grabados una estrella de oro y el nombre del Rey; a su lado, sobre una mesa, había una carta lacrada. Abrióla y leyó en ella que quien dispusiera de aquel sable podría quitar la vida a todo el que se pusiese a su alcance. Descolgando el arma, se la ciñó y prosiguió avanzando. Llegó luego a la habitación donde dormía la princesa, la cual era tan hermosa que él se quedó contemplándola, como petrificado. Pensó entonces: «¡Cómo voy a permitir que esta inocente doncella caiga en manos de unos desalmados gigantes, que tan malas intenciones llevan!». Mirando a su alrededor, descubrió, al pie de la cama, un par de zapatillas; la derecha tenía bordado el nombre del Rey y una estrella; y la izquierda, el de la princesa, asimismo con una estrella. También llevaba la doncella una gran bufanda de seda, y, bordados en oro, los nombres del Rey y el suyo, a derecha e izquierda respectivamente. Tomando el cazador unas tijeras, cortó el borde derecho y se lo metió en el morral, y luego guardóse en él la zapatilla derecha, la que llevaba el nombre del Rey. La princesa seguía durmiendo, envuelta en su camisa; el hombre cortó también un trocito de ella y lo puso con los otros objetos; y todo lo hizo sin tocar a la muchacha. Salió luego, cuidando de no despertarla, y, al llegar a al llegar a la puerta, encontró a los gigantes que lo aguardaban, seguros de que traería a la princesa. Gritóles él que entrasen, que la princesa se hallaba ya en su poder. Pero como no podía abrir la puerta, debían introducirse por un agujero. Al asomar el primero, lo agarró el cazador por el cabello, le cortó la cabeza de un sablazo y luego tiró el cuerpo hasta que lo tuvo en el interior. Llamó luego al segundo y repitió la operación. Hizo lo mismo con el tercero, y quedó contentísimo de haber podido salvar a la princesa de sus enemigos. Finalmente, cortó las lenguas de las tres cabezas y se las guardó en el morral. «Volveré a casa y enseñaré a mi padre lo que he hecho -pensó-. Luego reanudaré mis correrías. No me faltará la protección de Dios».
    Al despertarse el Rey en el palacio, vio los cuerpos de los tres gigantes decapitados. Entró luego en la habitación de su hija, la despertó y le preguntó quién podía haber dado muerte a aquellos monstruos.
    - No lo sé, padre mío -respondió ella-. He dormido toda la noche.
    Saltó de la cama, y, al ir a calzarse las zapatillas, notó que había desaparecido la del pie derecho; y entonces se dio cuenta también de que le habían cortado el extremo derecho de la bufanda y un trocito de la camisa. Mandó el Rey que se reuniese toda la Corte, con todos los soldados todos los soldados de palacio, y preguntó quién había salvado a su hija y dado muerte a los gigantes. Y adelantándose un capitán, hombre muy feo y, además, tuerto afirmó que él era el autor de la hazaña. Díjole entonces el anciano rey que, en pago de su heroicidad, se casaría con la princesa; pero ésta dijo:
    - Padre mío, antes que casarme con este hombre prefiero marcharme a vagar por el mundo hasta donde puedan llevarme las piernas.
    A lo cual respondió el Rey que si se negaba a aceptar al capitán por marido, se despojase de los vestidos de princesa, se vistiera de campesina y abandonase el palacio. Iría a un alfarero y abriría un comercio de cacharrería. Quitóse la doncella sus lujosos vestidos, se fue a casa de un alfarero y le pidió a crédito un surtido de objetos de barro, prometiéndole pagárselos aquella misma noche si había logrado venderlos. Dispuso el Rey que instalase su puesto en una esquina, y luego mandó a unos campesinos que pasasen con sus carros por encima de su mercancía y la redujesen a pedazos. Y, así, cuando la princesa tuvo expuesto su género en la calle, llegaron los carros e hicieron trizas de todo. Prorrumpió a llorar la muchacha, exclamando:
    - ¡Dios mío, cómo pagaré ahora al alfarero!
    El Rey había hecho aquello para obligar a su hija a aceptar al capitán. Mas ella se fue a ver al propietario de la mercancía y le mercancía y le pidió que le fiase otra partida. El hombre se negó: antes tenía que pagarle la primera. Acudió la princesa a su padre y, entre lágrimas y gemidos, le dijo que quería irse por el mundo. Contestó el Rey:
    - Mandaré construirte una casita en el bosque, y en ella te pasarás la vida cocinando para todos los viandantes, pero sin aceptar dinero de nadie.
    Cuando ya la casita estuvo terminada, colgaron en la puerta un rótulo que decía: «Hoy, gratis; mañana, pagando». Y allí se pasó la princesa largo tiempo, y pronto corrió la voz de que habitaba allí una doncella que cocinaba gratis, según anunciaba un rótulo colgado de la puerta. Llegó la noticia a oídos de nuestro cazador, el cual pensó:
    «Esto me convendría, pues soy pobre y no tengo blanca», y, cargando con su escopeta y su mochila, donde seguía guardando lo que se había llevado del palacio, fuese al bosque. No tardó en descubrir la casita con el letrero: «Hoy, gratis; mañana, pagando». Llevaba al cinto el sable con que cortara la cabeza a los gigantes, y así entró en la casa y pidió de comer. Encantóle el aspecto de la muchacha, pues era bellísima, y al preguntarle ella de dónde venía y adónde se dirigía, díjole el cazador:
    - Voy errante por el mundo.
    Preguntóle ella a continuación de dónde había sacado aquel sable que llevaba grabado el nombre de su padre, y el cazador, a su cazador, a su vez, quiso saber si era la hija del Rey.
    - Sí -contestó la princesa.
    - Pues con este sable -dijo entonces el cazador- corté la cabeza a los tres gigantes -y, en prueba de su afirmación, sacó de la mochila las tres lenguas, mostrándole a continuación la zapatilla, el borde del pañuelo y el trocito de la camisa. Ella, loca de alegría, comprendió que se hallaba en presencia de su salvador. Dirigiéndose juntos a palacio y, llamando la princesa al anciano rey, llevólo a su aposento donde le dijo que el cazador era el hombre que la había salvado de los gigantes. Al ver el Rey las pruebas, no pudiendo ya dudar por más tiempo, quiso saber cómo había ocurrido el hecho, y le dijo que le otorgaba la mano de su hija, por lo cual se puso muy contenta la muchacha. Vistiéronlo como si fuese un noble extranjero, y el Rey organizó un banquete. En la mesa colocóse el capitán a la izquierda de la princesa y el cazador a la derecha, suponiendo aquél que se trataba de algún príncipe forastero.
    Cuando hubieron comido y bebido, dijo el anciano rey al capitán, que quería plantearle un enigma: Si un individuo que afirmaba haber dado muerte a tres gigantes hubiese de declarar dónde estaban las lenguas de sus víctimas, ¿qué diría, al comprobar que no estaban en las respectivas bocas? Respondió el capitán:
    - Pues que no tenían lengua.
    - No es posible esto - es posible esto -replicó el Rey-, ya que todos los animales tienen lengua.
    A continuación le preguntó qué merecía el que tratase de engañarlo. A lo que respondió el capitán:
    - Merece ser descuartizado.
    Replicóle entonces el Rey que acababa de pronunciar él mismo su sentencia, y, así, el hombre fue detenido y luego descuartizado, mientras la princesa se casaba con el cazador. Éste mandó a buscar a sus padres, los cuales vivieron felices al lado de su hijo, y, a la muerte del Rey, el joven heredó la corona.

  3. #43
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    El Perro y el Gorrión

    A un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó, triste y pesaroso. Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó: “Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?” Y respondióle el perro: “Tengo hambre y nada que comer.” Aconsejóle el pájaro: “Hermano, vente conmigo a la ciudad, yo haré que te hartes.” Encamináronse juntos a la ciudad, y, al llegar frente a una carnicería, dijo el gorrión al perro: “No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne,” y, situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo. Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión: “Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes.” Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro: “Hermano perro, ¿estás ya harto?” - “De carne, sí,” respondió el perro, “pero me falta un poco de pan.” Dijo el gorrión: “Ven conmigo, lo tendrás también,” y, llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración. Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión: “Hermano perro, ¿estás ahora harto?” - “Sí,” respondió su compañero. “Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras.”

    Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro: “Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita.” - “Duerme, pues,” asintió el gorrión, “mientras tanto, yo me posaré en una rama.” Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido. En éstas, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino. Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle: “¡Carretero, no lo hagas o te arruino!” Pero el hombre, refunfuñó entre dientes: “No serás tú quien me arruine,” restalló el látigo, y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo. Gritó entonces el gorrión: “Has matado a mi hermano el perro, pero te costará el carro y los caballos.” - “¡Bah!, ¡el carro y los caballos!” se mofó el conductor. “¡Me río del daño que tú puedes causarme!” y prosiguió su camino. El gorrión se deslizó debajo de la lona y se puso a picotear una espita hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el carretero lo notase, y se vació todo el barril. Al cabo de buen rato, volvióse el hombre, y, al ver que goteaba vino, bajó a examinar los barriles, encontrando que uno de ellos estaba vacío. “¡Pobre de mí!” exclamó. “Aún no lo eres bastante,” dijo el gorrión, y, volando a la cabeza de uno de los caballos, de un picotazo le sacó un ojo. Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo; pero el avecilla escapó, y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte, que cayó muerto. “¡Ay, pobre de mí!” repitió el hombre. “¡Aún no lo eres bastante!” gritóle el gorrión; y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose, a su vez, el segundo barril. Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar: “¡Ay, pobre de mí!” A lo que replicó su enemigo: “¡Aún no lo eres bastante!” y, posándose en la cabeza del segundo caballo, saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pájaro escapaba volando. “¡Ay, pobre de mí!” - “Aún no lo eres bastante,” repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo. Enfurecido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro y, errando otra vez la puntería, mató al tercer animal. “¡Ay, pobre de mí!” exclamó. “¡Aún no lo eres bastante!” repitió una vez más el gorrión. “Ahora voy a arruinar tu casa,” y se alejó volando.

    El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y desesperado: “¡Ay!” dijo a su mujer. “¡Qué día más desgraciado he tenido! He perdido el vino, y los tres caballos están muertos.” - “¡Ay, marido mío!” respondióle su mujer. “¡Qué diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo.” Subió el hombre al granero y encontró millares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el grano, y, en medio de ellos estaba el gorrión. Y volvió a exclamar el hombre: “¡Ay, pobre de mí!” - “Aún no lo eres bastante,” repitió el pájaro. “Carretero, aún pagarás con la vida,” y echó a volar.

    El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa, mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana: “¡Carretero, pagarás con la vida!” Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra el pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales, sin tocar a su perseguidor. Éste saltó al interior de la estancia y, posándose sobre el horno, repitió: “¡Carretero, pagarás con la vida!” Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así destruyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo. Por fin logró cogerlo con la mano y, entonces, dijo la mujer: “¿Quieres que lo mate de un golpe?” - “¡No!” gritó él. “Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más; ¡Me lo voy a tragar!” y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca; y, asomando la cabeza: “¡Carretero, pagarás con la vida!” le repitió por última vez. Entonces el carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo: “¡Dale al pájaro en la boca!” La mujer descargó el golpe, pero, errando la puntería, partió la cabeza a su marido, el cual se desplomó, muerto, mientras el gorrión escapaba volando.

  4. #44
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    El Agua de Vida

    Hubo una vez un rey que enfermó gravemente. No había nada que le aliviara ni calmara su dolor. Después de mucho deliberar, los sabios decidieron que sólo podría curarle el agua de la vida, tan difícil de encontrar que no se conocía a nadie que lo hubiera logrado. Este rey tenía tres hijos, el mayor de los cuales decidió partir en busca de la exótica medicina. - Sin duda, si logro que mejore, mi padre me premiará generosamente. - Pensaba, pues le importaba más el oro que la salud de su padre.

    En su camino encontró a un pequeño hombrecillo que le preguntó su destino. - ¿Qué ha de importarte eso a ti?, ¡Enano! Déjame seguir mi camino. El duende, ofendido por el maleducado príncipe, utilizó sus poderes para desviarle hacia una garganta en las montañas que cada vez se estrechaba más, hasta que ni el caballo pudo dar la vuelta, y allí quedó atrapado. Viendo que su hermano no volvía, el mediano decidió ir en busca de la medicina para su padre: “Toda la recompensa será para mí”.- pensaba ambiciosamente.

    No llevaba mucho recorrido, cuando el duende se le apareció preguntando a dónde iba: - ¡Qué te importará a ti! Aparta de mi camino, ¡Enano! El duende se hizo a un lado, no sin antes maldecirle para que acabara en la misma trampa que el mayor, atrapado en un paso de las montañas que cada vez se hizo más estrecho, hasta que caballo y jinete quedaron inmovilizados. Al pasar los días y no tener noticias, el menor de los hijos del rey decidió ir en busca de sus hermanos y el agua milagrosa para sanar a su padre.

    Cabalgando, encontró al hombrecillo que también a él le preguntó su destino: - Mi padre está muy enfermo, busco el agua de la vida, que es la única cura para él. - ¿Sabes ya a dónde debes dirigirte para encontrarla? – Volvió a preguntar el enano. - Aún no, ¿me podrías ayudar, duendecillo? - Has resultado ser amable y humilde, y mereces mi favor. Toma esta varilla y estos dos panes y dirígete hacia el castillo encantado. Toca la cancela tres veces con la vara, y arroja un pan a cada una de las dos bestias que intentarán comerte.

    - Busca entonces la fuente del agua de la vida tan rápido como puedas, pues si dan las doce, y sigues en el interior del castillo, ya nunca más podrás salir. – Añadió el enanito. A lomos de su caballo, pasados varios días, llegó el príncipe al castillo encantado. Tocó tres veces la cancela con la vara mágica, amansó a las bestias con los panes y llegó a una estancia donde había una preciosa muchacha: - ¡Por fin se ha roto el hechizo! En agradecimiento, me casaré contigo si vuelves dentro de un año.

    Contento por el ofrecimiento, el muchacho buscó rápidamente la fuente de la que manaba el agua de la vida. Llenó un frasco con ella y salió del castillo antes de las doce. De vuelta a palacio, se encontró de nuevo con el duende, a quien relató su experiencia y pidió: - Mis hermanos partieron hace tiempo, y no les he vuelto a ver. ¿No sabrías dónde puedo encontrarles? - Están atrapados por la avaricia y el egoísmo, pero tu bondad les hará libres. Vuelve a casa y por el camino los encontrarás. Pero ¡cuídate de ellos!

    Tal como había anunciado el duende, el menor encontró a sus dos hermanos antes de llegar al castillo del rey. Los tres fueron a ver a su padre, quien después de tomar el agua de la vida se recuperó por completo. Incluso pareció rejuvenecer. El menor de los hermanos le relató entonces su compromiso con la princesa, y su padre, orgulloso, le dio su más sincera bendición para la boda. Así pues, cerca de la fecha pactada, el menor de los príncipes se dispuso a partir en busca de su amada.

    Ésta, esperando ansiosa en el castillo, ordenó extender una carretera de oro, desde su palacio hasta el camino, para dar la bienvenida a su futuro esposo: - Dejad pasar a aquel que venga por el centro de la carretera,- dijo a los guardianes – Cualquier otro será un impostor.- Advirtió. Y marchó a hacer los preparativos. Efectivamente, los dos hermanos mayores, envidiosos, tramaron por separado llegar antes que él y presentarse a la princesa como sus libertadores: - Suplantaré a mi hermano y desposaré a la princesa - Pensaba cada uno de ellos.

    El primero en llegar fue el hermano mayor, que al ver la carretera de oro pensó que la estropearía si la pisaba, y dando un rodeo, se presentó a los guardas de la puerta, por la derecha, como el rescatador de la princesa. Mas éstos, obedientes le negaron el paso. El hermano mediano llegó después, pero apartó al caballo de la carretera por miedo a estropearla, y tomó el camino de la izquierda hasta los guardias, que tampoco le dejaron entrar.

    Por último llegó el hermano menor, que ni siquiera notó cuando el caballo comenzó a caminar por la carretera de oro, pues iba tan absorto en sus pensamientos sobre la princesa que se podría decir que flotaba. Al llegar a la puerta, le abrieron enseguida, y allí estaba la princesa esperándole con los brazos abiertos, llena de alegría y reconociéndole como su salvador. Los esponsales duraron varios días, y trajeron mucha felicidad a la pareja, que invitó también al padre, que nunca volvió a enfermar.

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    Los Siete Cuervos

    Había una vez, hace ya mucho tiempo, un matrimonio que tenía siete hijos y ninguna hija. Esto era siempre motivo de pena para aquellas buenas gentes, porque les hubiera encantado tener una niña. Y con tanto fervor anhelaban su llegada, que por fin un día tuvieron la inmensa alegría de acunar una hijita entre sus brazos. La felicidad del buen matrimonio fue entonces completa, porque además dos siete hemanitos adoraban a la pequeña.

    Pero, desdichadamente, la niña no parecía tener muy buena salud. Y a medida que pasaba el tiempo, desmejoraba cada vez más. Hasta que un día se puso tan mal, que los padres no dudaron de que su hijita se moría. Pensaron entonces que había que bautizarla, y para ello era preciso traer agua del pozo.

    -tomad vuestros baldes -dijo el padre a los siete niños-, id al pozo, y volved cuanto antes.

    Los muchachos obedecieron. Tomaron sus baldes y partieron corriendo. Estaban ansiosos por ayudar a su padre, y en su ansiedad, cada uno quería ser el primero en hundir su balde en el pozo. Se lanzaron atropelladamente sobre el mismo, con tanto aturdimiento y tan mala fortuna, que los baldes escaparon de sus manos y cayeron al fondo del pozo. Los muchachos quedaron desolados. Se miraban uno a otro, sin saber qué hacer ni qué decir.

    -¡Dios mío! -exclamó uno de ellos, por fin-. ¿Qué le diremos ahora a papá? No podemos volver a casa sin el agua.

    En su desesperación, trataron de sacar los baldes del pozo; pero todo fue en vano. No pudieron lograrlo, y atemorizados al pensar en el enojo con que los recibiría su padre, se quedaron meditando, sentados junto al pozo.

    -Si volvemos sin el agua -dijo uno de ellos-, nuestro padre se sentirá tan enojado que nos castigará duramente.

    -Es muy cierto -añadió otro-. Y no le faltará razón.

    -No debimos ser tan atolondrados... -suspiró un tercero.

    -Nadie tiene la culpa -añadió el cuarto-. Si los baldes se han caído al pozo, ha sido solamente una desgracia.

    -Sí -comentó el quinto-, pero papá y mamá están demasiado afligidos para que atiendan nuestras razones.

    -Yo no me atrevería a volver a casa -se lamentó el sexto, casi a punto de llorar.

    -Es inútil que nos lamentemos -concluyó el séptimo-.

    La cosa no tiene remedio. Todo lo que nos queda por hacer, es ver de qué manera podemos salir de este embrollo.

    Mientras tanto, en la casa, el padre se impacientaba ante la tardanza de los muchachos. Se asomaba a la ventana y miraba el camino, tratando de descubrirlos. Pero el camino estaba desierto y los muchachos no volvían.

    -¡Ah! -dijo el pobre hombre de pronto-. Seguramente que esos siete holgazanes se han quedado jugando. Es imposible, de otra manera, que tarden tanto en volver del pozo con el agua.

    Y nuevamente volvía a pasearse, y otra vez se asombaba a la ventana para mirar al camino. Pero llegó un momento en que su deseperación por la tardanza de los muchachos fue tanta y tan grande, que sin poder contenerse exclamó:

    -¡Perezosos! ¡Ojalá se convirtieran en siete cuervos!

    No imaginó nunca lo que podía suceder. Apenas había dicho esas palabras, cuando sintió un aleteo sobre su cabeza; levantó los ojos, y con gran espanto vio contra el cielo azul siete cuervos negros que volaban sobre la casa.

    Grande fue su desesperación y la de su mujer cuando comprendieron que aquellos siete cuervos eran sus siete hijos.

    -¡Pobres niños! -decía el padre afligido, viendo que los cuervos, después de volar un rato sobre su cabeza, partían hacia el horizonte. ¡Pobres niños! Y ¿qué será ahora de nosotros?

    Pero el daño ya estaba hecho, y no podía remediarse. La mujer trató de consolarse.

    -Es inútil ya que pensemos en ellos -le dijo-. Quizá algún día vuelvan. Pero por ahora, pensemos en nuestra hijita que está aquí, y tratemos de salvarla.

    El buen hombre comprendió que su mujer estaba en lo cierto. Y tantos cuidados prodigaron a la niña, que afortunadamente la pequeña no murió. Pasaron los años, y la niña que fuera tan delicada, creció sana y fuerte.

    El matrimonio vivía feliz con el cariño de su hija, pero el padre solía quedarse a veces pensativo mirando hacia el cielo, como si esperara algo; y un buen día le dijo su mujer:

    -Oye, marido. Es preciso que la niña no sepa la historia de los siete cuervos; de modo que debemos cuidarnos mucho. Nada ganas con pasarte las horas junto a la ventana. Yo confío en que ellos volverán quizás algún día. Pero mientras tanto, olvidemos aquello.

    El padre asintió. Y de este modo, como jamás le hablaron sus padres de los siete hermanos, la niña no supo nunca la triste historia.

    Pero un día en que conversaba con una vecina, escapósele a ésta el secreto.

    -¡Qué bonita eres! -dijo la mujer; y añadió atolondradamente-: Es lástima que tus hermanos que tanto te querían no estén aquí para verte.

    La niña se quedó pensativa, y en seguida preguntó:

    -¿Mis hermanos? Debéis estar equivocada. Yo nunca he tenido hermanos. ¿De quién habláis?

    La buena mujer comprendió que había hablado por demás y que su charlatanería iba a provocar un disgusto en casa de sus vecinos. Pero ya no había manera de retroceder. Ante las preguntas de la niña, se vio obligada a contarle la triste historia del encantamiento de sus hermanos, debido a la maldición de su padre cuando ella era apenas una niñita recién nacida.

    Así fue cómo la pequeña supo que, un poco a causa suya, sus siete hermanos estaban ahora convertidos en siete cuervos. Entonces sintió tal aflicción que decidió hablar a sus padres. La pobre gente comprendió que ya no podía ocultarle la verdad.

    . Es cierto todo lo que te ha dicho la vecina -dijo la madre, afligida-. Pero hace ya mucho tiempo, mucho tiempo, y nunca hemos vuelto a verles.

    Entonces dijo la niña:

    -Pues yo he de ir a buscarles. Soy culpable de que los pobrecitos estén ahora convertidos en siete cuervos, y es preciso que los encuentre para que puedan volver a casa.

    -¡Pero no sabemos dónde están! -exclamaron los padres-. ¿Cómo harás para encontrarles? La niña se quedó un momento pensando. Sus padres tenían razón: sería muy difícil saber dónde habitaban ahora los siete cuervos encantados. Pero después de un instante, exclamó:

    -No sé todavía cómo haré para encontrarles. Preguntaré y preguntaré hasta dar con ellos. Y el día que eso suceda, volveré a casa con mis hermanitos.

    Los padres, comprendiendo que la niña estaba decidida, no se opusieron a su partida. La mamá le preparó una cesta con merienda para el viaje, y entregándole su anillo de bodas como recuerdo, la despidió en el camino.

    La niña echó a andar, y después de mucho caminar, sin hallar seña alguna de sus hermanos, llegó al fin del mundo. Ya no le quedaba otra cosa que hacer que lanzarse al espacio; y la niña, siempre en busca de los siete cuervos, llegó al sol.

    -Aquí no vas a encontrar a nadie -le dijo el sol de mal modo-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría abrasado.

    Y como el sol ardía y le quemaba los pies, la niñita huyó presurosa del ardiente astro.

    Pensó que quizá estuvieran los cuervos en la luna, y hacia ella se encaminó

    -Aquí no vas a encontrar a nadie- le dijo la luna con indeferencia-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría congelado.

    Y como allí hacía demasiado frío, temblorosa y helada volvió la niña a la tierra y se puso a llorar. En ninguna parte podía encontrar a sus hermanitos. Pronto comprendió que nada ganaría con sus lágrimas, de modo que, secando sus ojos, se dispuso a emprender otra vez el camino. Pero ya no sabía adónde ir. Miró otra vez hacia el cielo, y creyó ver que las estrellas le hacían guiños amistosos. Llena de esperanza, volvió entonces hacia el cielo. Y las estrellas la recibieron con grandes muestras de alegría.

    -¡Aquí está! -decían alborozadas-. ¡Aquí está la gentil niñita que ha recorrido el mundo en busca de sus hermanos! Ved qué buena y hermosa es.

    Y una de ellas, la más luminosa de todas, aquella que llaman el Lucero del Alba, salió a su encuentro.

    -Dulce niña -le dijo-. Has sido tan buena al recorrer todo el mundo en busca de tus siete hermanos, que mereces una recompensa. Tus hermanitos, los siete cuervos encantados, viven en la cumbre de una montaña de cristal, en un castillo. Pero jamás podrás entrar allí si no llevas para abrir la puerta este trocito de madera que te entrego.

    La niña, llena de alborozo, le agradeció el obsequio. Y despidiéndose de las buenas estrellas, partió otra vez en busca de sus hermanos. Pronto alcanzó a ver la gran montaña de cristal, que brillaba en medio de la tierra.

    -Ahí está el castillo -se dijo la niña- y pronto estaré junto a mis hermanos.

    Momentos después se hallaba frente a la puerta del castillo. Era aquella una puerta pesada y enorme, muy difícil de mover; pero, cosa rara, su cerradura era muy chiquita: del tamaño del trocito de madera que Estrella del Alba entregara a la niña. La pequeña buscó la valiosa astilla en sus bolsillos, y con inmensa pena halló que la había perdido.

    La pobre niña se echó a llorar. Toda su tarea quedaba perdida. ¿Qué haría ahora? Pronto comprendió, como antes, que llorando no conseguiría resolver su delicada situación; y otra vez secó sus ojos. Pensó un largo rato.

    -Mi dedo índice -se dijo- tiene casi el mismo tamaño que el trocito de madera que me dio la buena estrella. Es posible que con él pueda abrir la puerta del castillo.

    Probó a hacerlo; hizo rodar el dedito en la cerradura, y la puerta se abrió. ¡Qué alegría sintió la niña! Frente a ella apareció entonces un enano que la saludó con gran reverencia.

    -Bienvenida seas a esta casa -le dijo-. ¿Qué deseas?

    -Quiero ver a los siete cuervos -contestó la niña sin temor-. Las estrellas me han dicho que vivían aquí.

    -Es verdad -respondió el gentil enano-, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie.

    La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano:

    -¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.

    -Sí -dijo el enano-. Come y bebe si quieres.

    Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso.

    Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos.

    De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa.

    -Escóndeme -dijo al enano-; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía.

    El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó:

    -Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso.

    -Pues, ¡y en el mío! -dijo otro.

    -¡Y en el mío, y en el mío! -gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas.

    Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre.

    Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados:

    -¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos! ¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!

    Al oírles, salió la niña de su escondite y comenzó a besar a los cuervos. Y sucedió que a medida que los besaba, los feos pájaros negros se fueron convirtiendo en apuestos jóvenes.

    Los hermanos se abrazaron, locos de contento.

    -No podéis daros una idea de lo feliz que me siento -dijo la pequeña-. Os he buscado tanto, que me parece imposible haberos encontrado a todos sanos y salvos.

    -Y nosotros, hermanita -dijeron ellos- nunca sabremos cómo agradecerte lo que has hecho por encontrarnos.

    -Ahora, lo que debemos hacer es volver cuanto antes a casa. ¡Imaginaos la alegría que sentirán al veros papá y mamá!

    Al recordar a sus padres, los jóvenes desearon vivamente volver al viejo hogar. Se despidieron del enano, y al cabo de un largo viaje llegaron los siete muchachos y la niña a la antigua casa, donde los padres los recibieron alborozados.

  6. #46
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    Juan el Listo

    Pregunta la madre a Juan:
    - ¿Adónde vas, Juan?
    Responde Juan:
    - A casa de Margarita.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer, nada; tú me darás.
    Margarita regala a Juan una aguja. Juan dice:
    - Adiós, Margarita.
    - Adiós, Juan.
    Juan coge la aguja, la pone en un carro de heno y se vuelve a casa tras el carro.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada; ella me dio.
    - ¿Y qué te dio Margarita?
    - Una aguja me dio.
    - ¿Y dónde tienes la aguja, Juan?
    - En el carro de heno la metí.
    - Hiciste una tontería, Juan; debías clavártela en la manga.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    - ¿Adónde vas, Juan?
    - A casa de Margarita, madre.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer, nada; tú me darás.
    Margarita regala a Juan un cuchillo.
    - Adiós, Margarita.
    - Adiós, Juan.
    Juan coge el cuchillo, se lo clava en la manga y regresa a su casa.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada; ella me dio.
    - ¿Y qué te dio Margarita?
    - Un cuchillo me dio.
    - ¿Dónde tienes el cuchillo, Juan?
    - Lo clavé en la manga.
    - Hiciste una tontería, Juan. Debiste meterlo en el bolsillo.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    - ¿Adónde vas, Juan?
    - A casa de Margarita, madre.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer, nada; tú me darás.
    Margarita regala a Juan una cabrita.
    - Adiós, Margarita.
    - Adiós, Juan.
    Juan coge la cabrita, le ata las patas y se la mete en el bolsillo. Al llegar a casa, está ahogada.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada; ella me dio.
    - ¿Qué te dio Margarita?
    - Una cabra me dio.
    - ¿Y dónde tienes la cabra, Juan?
    - En el bolsillo la metí.
    - Hiciste una tontería, Juan. Debiste atar la cabra de una cuerda.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    - ¿Adónde vas, Juan?
    - A casa de Margarita, madre.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer, nada; tú me darás.
    Margarita, regala a Juan un trozo de tocino.
    - Adiós, Margarita.
    - Adiós, Juan.
    Juan coge el tocino, lo ata de una cuerda y lo arrastra detrás de sí. Vienen los perros y se comen el tocino. Al llegar a casa tira aún de la cuerda, pero nada cuelga de ella.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada; ella me dio.
    - ¿Qué te dio Margarita?
    - Un trozo de tocino me dio,
    - ¿Dónde tienes el tocino, Juan?
    - Lo até de una cuerda, lo traje a rastras, los perros se lo comieron.
    - Hiciste una tontería, Juan. Debiste llevar el tocino sobre la cabeza.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    - ¿Adónde vas, Juan?
    - A casa de Margarita, madre.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer, nada; tú me darás.
    Margarita regala a Juan una ternera.
    - Adiós, Margarita.
    - Adiós, Juan.
    Juan coge la ternera, se la pone sobre la cabeza, y el animal le pisotea y lastima la cara.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada, ella me dio.
    - ¿Qué te dio Margarita?
    - Una ternera me dio.
    - ¿Dónde tienes la ternera, Juan?
    - Sobre la cabeza la puse; me lastimó la cara.
    - Hiciste una tontería, Juan. Debías traerla atada y ponerla en el pesebre.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    - ¿Adónde vas, Juan?
    - A casa de Margarita, madre.
    - Que te vaya bien, Juan.
    - Bien me irá. Adiós, madre.
    - Adiós, Juan.
    Juan llega a casa de Margarita.
    - Buenos días, Margarita.
    - Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
    - Traer nada; tú me darás.
    Margarita dice a Juan:
    - Me voy contigo.
    Juan coge a Margarita, la ata a una cuerda, la conduce hasta el pesebre y la amarra en él. Luego va a su madre.
    - Buenas noches, madre.
    - Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
    - Con Margarita estuve.
    - ¿Qué le llevaste?
    - Llevar, nada.
    - ¿Qué te ha dado Margarita?
    - Nada me dio; se vino conmigo.
    - ¿Y dónde has dejado a Margarita?
    - La he llevado atada de una cuerda; la amarré al pesebre y le eché hierba
    - Hiciste una tontería, Juan; debías ponerle ojos tiernos.
    - No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
    Juan va al establo, saca los ojos a todas las terneras y ovejas y los pone en la cara de Margarita. Margarita se enfada, se suelta y escapa, y Juan se queda sin novia.

  7. #47
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    El Sastre en el Cielo

    Un día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia, y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando. Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.
    - Soy un pobre y honrado sastre -respondió una vocecita suave- que os ruega lo dejéis entrar.
    - ¡Sí -refunfuñó Pedro-, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.
    - ¡Un poco de compasión! -suplicó el sastre-. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas...
    San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció. Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad, se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.
    Llegó, finalmente, a un lugar donde había unas sillas preciosísimas, y, en el centro, un trono, todo de oro, adornado de reluciente pedrería, mucho más alto que las sillas, que tenía delante un escabel, también de oro. Era el sillón donde se sienta Nuestro Señor cuando está en casa, y desde el cual puede ver cuanto ocurre en la Tierra.
    El sastre contempló atónito aquel sillón durante un buen rato, pues le gustaba mucho más que todo lo que había visto. Al fin, impertinente como era, no pudo dominarse más: se subió al trono y se sentó. Entonces vio todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra, y, así, pudo observar cómo una vieja muy fea que lavaba en un arroyo, apartaba disimuladamente dos pañuelos. El sastre, al verlo, se enfureció de tal modo que empuñó el escabel de oro y lo arrojó, cielo a través, contra la vieja ladrona. Pero luego se dio cuenta de que no podría recuperar el escabel, y se bajó con disimulo del trono y volvió a su sitio detrás de la puerta, con el aire de quien nunca ha roto un plato.
    Al regresar Nuestro Señor con su séquito celestial, no reparó en el sastre sentado en la portería; pero al querer ocupar su asiento habitual, echó a faltar el escabel. Preguntó a San Pedro adónde lo había metido, mas el santo no le supo responder. Volvióle a preguntar entonces si había permitido entrar a alguien.
    - No sé de nadie que haya estado aquí -contestó San Pedro-, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta.
    Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él.
    - ¡Oh, Señor! -respondió el sastre, alborozado-. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza.
    - ¡Gran pícaro! -increpólo Nuestro Señor-. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo? No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas! Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor.
    San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre, el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empujando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.

  8. #48
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    El Destripaterrones

    Era una aldea cuyos habitantes eran todos labradores ricos, y sólo había uno que era pobre; por eso le llamaban el destripaterrones. No tenía ni una vaca siquiera y, mucho menos, dinero para comprarla; y tanto él como su mujer se morían de ganas de tener una.
    Dijo un día el marido:
    - Oye, se me ha ocurrido una buena idea. Pediré a nuestro compadre, el carpintero, que nos haga una ternera de madera y la pinte de color pardo, de modo que sea igual que las otras. Así crecerá, y con el tiempo nos dará una vaca.
    A la mujer le gusto la idea, y el compadre carpintero cortó y cepilló cuidadosamente la ternera, la pintó primorosamente e incluso la hizo de modo que agachase la cabeza, como si estuviera paciendo.
    Cuando, a la mañana siguiente, fueron sacadas las vacas, el destripaterrones llamó al pastor y le dijo:
    - Mira, tengo una ternerita, pero es tan joven todavía que hay que llevarla a cuestas.
    - Bueno -respondió el pastor, y, acomodándolo a los hombros, la llevó al prado y la dejó en la hierba. La ternera estaba inmóvil, como paciendo, y el pastor pensaba: “No tardará en correr sola, a juzgar por lo que come”. Al anochecer, a la hora de entrar el ganado, dijo el pastor a la ternera:
    - Si puedes sostenerte sobre tus patas y hartarte como has hecho, también puedes ir andando como las demás. No esperes que cargue contigo.
    El destripaterrones, de pie en la puerta de su casa, esperaba el regreso de su ternerita, y al ver pasar al boyero conduciendo el ganado y que faltaba su animalito, le preguntó por él. Respondió el pastor:
    - Allí se ha quedado comiendo; no quiso seguir con las demás.
    - ¡Toma! -exclamó el labrador-, yo quiero mi ternera.
    Volvieron entonces los dos al prado, pero la ternera no estaba; alguien la había robado.
    - Se habrá extraviado -dijo el pastor. Pero el destripaterrones le replicó:
    - ¡A mí no me vengas con ésas! -y presentó querella ante el alcalde, el cual condenó al hombre, por negligencia, a indemnizar al demandante con una vaca.
    Y he aquí cómo el destripaterrones y su mujer tuvieron, por fin, la tan ansiada vaca. Estaban contentísimos, pero como no tenían forraje, no podían darle de comer, y, así, tuvieron que faenarla muy pronto. Después de salar la carne, el hombre se marchó a la ciudad a vender la piel para comprar una ternerita con lo que de ella sacara. Durante la marcha, al pasar junto a un molino, encontró un cuervo que tenía las alas rotas; lo recogió por compasión, y lo envolvió en la piel. Como el tiempo se había puesto muy feo, con lluvia y viento, el hombre no tuvo más remedio que pedir alojamiento en el molino. Sólo estaba en casa la muchacha del molino, quien dijo al destripaterrones:
    - ¡Duerme en la paja!-. Y por comida le ofreció pan y queso. El hombre comió y luego se echó a dormir con el pellejo al lado, y la mujer pensó: “Está cansado y ya duerme”.
    En eso entró el sacristán, el cual fue muy bien recibido por la muchacha del molino, que le dijo:
    - El patrón no está; entra y vamos a darnos un banquete.
    El destripaterrones no dormía aún, y al escuchar que se disponían a darse buena vida, enojado por haber tenido que contentarse él con pan y queso. La joven puso la mesa, y sirvió asado, ensalada, pasteles y vino.
    Cuando se disponían a sentarse a comer, llamaron a la puerta:
    - ¡Dios santo! -exclamó la chica-. ¡El amo!-. Y, a toda prisa, escondió el asado en el horno, el vino debajo de la almohada, la ensalada entre las sábanas y los pasteles debajo de la cama; en cuanto al sacristán, lo ocultó en el armario de la entrada. Acudiendo luego a abrir al molinero, le dijo-: ¡Gracias a Dios que vuelves a estar en casa! ¡Vaya tiempo para ir por el mundo!
    El molinero, al ver al labrador tendido en el forraje, preguntó:
    - ¿Qué hace ahí ése?
    - ¡Ah! -dijo la muchacha-, es un pobre infeliz a quien le tomó la lluvia y la tormenta, y me pidió cobijo. Le he dado pan y queso, y lo he dejado dormir en el pajar.
    Dijo el hombre:
    - Nada tengo que decir a eso; pero prepárame pronto algo de comer.
    La muchacha contestó.
    - Pues no tengo más que pan y queso.
    - Me contentaré con lo que sea -respondió el hombre-; venga el pan y el queso -y, mirando al destripaterrones, lo llamó:
    - Ven, que comeremos juntos.
    El otro no se lo hizo repetir y comieron en buena compañía. Viendo el molinero en el suelo la piel que envolvía al cuervo, preguntó a su invitado:
    - ¿Qué llevas ahí? -a lo que replicó el labriego:
    - Ahí dentro llevo un adivino.
    - ¿También a mí podrías adivinarme cosas? -dijo el molinero.
    - ¿Por qué no? -repuso el labriego-. Pero solamente dice cuatro cosas; la quinta se la reserva.
    - Es curioso -dijo el hombre-. ¡Haz que adivine algo!
    El labrador apretó la cabeza del cuervo, y el animal soltó un graznido: “¡Crr, crr!”.
    Preguntó el molinero:
    - ¿Qué ha dicho?
    Respondió el labriego:
    - En primer lugar, ha dicho que hay vino debajo de la almohada.
    - ¡Eso sí que sería bueno! -exclamó el molinero, y, yendo a comprobarlo, volvió con el vino-. Adelante -dijo.
    Nuevamente hizo el destripaterrones graznar al cuervo:
    - Dice ahora que hay asado en el horno.
    - ¡Eso sí que sería bueno! -repuso el otro, y, saliendo, se trajo el asado.
    El forastero siguió haciendo hablar al pajarraco:
    - Esta vez dice que hay ensalada sobre la cama.
    - ¡Eso sí que sería bueno! -repitió el molinero, y, en efecto, pronto volvió con ella. Por última vez, apretó el destripaterrones la cabeza del cuervo e, interpretando su graznido, dijo:
    - Pues resulta que hay pasteles debajo de la cama.
    - ¡Eso sí que sería bueno! -exclamó el molinero y, entrando en el dormitorio, encontró, efectivamente, los pasteles.
    Se sentaron pues los dos a la mesa, mientras la jovencita del molino, asustadísima, fue a meterse en cama, guardándose todas las llaves. Al molinero le hubiera gustado saber la quinta cosa; pero el labrador le dijo:
    - Primero nos comeremos tranquilamente todo, pues la quinta no es tan buena.
    Comieron, entonces, discutiendo entretanto el precio que estaba dispuesto a pagar el molinero por la quinta predicción, y quedaron de acuerdo en trescientos ducados. Volvió entonces el destripaterrones a apretar la cabeza del cuervo, haciéndolo graznar ruidosamente.
    Preguntó el molinero:
    - ¿Qué ha dicho?
    Y respondió el labriego:
    - Ha dicho que en el armario del vestíbulo está escondido el diablo.
    - ¡Pues el diablo tendrá que salir! -gritó el dueño, corriendo a abrir de par en par la puerta de la casa. Pidió luego la llave del armario a la muchacha, y ella no tuvo más remedio que dárselo; al abrir el mueble el destripaterrones, el sacristán echó a correr como alma que lleva el diablo, a lo cual dijo el molinero:
    - ¡He visto al negro con mis propios ojos; tienes razón!
    A la mañana siguiente, el destripaterrones se marchaba de madrugada con trescientos ducados en el bolso.
    De regreso a su casa, el hombre se hizo el rumboso, y empezó a construirse una linda casita, por lo cual los aldeanos se decían entre sí:
    - De seguro que el destripaterrones habrá estado en el país donde nieva oro y la gente recoge el dinero a cestos.
    El alcalde lo cito para que diese cuenta de la procedencia de su riqueza, y él respondió:
    - Vendí la piel de mi vaca en la ciudad por trescientos ducados.
    Al oír esto los campesinos, deseosos de aprovecharse de tan espléndido negocio, se apuraron en matar todas sus vacas y despellejarlas, con propósito de venderlas en la ciudad e hincharse de ganar dinero. El alcalde exigió que su criada fuese antes que los demás; pero cuando se presentó al peletero de la ciudad, éste no le dio sino tres ducados por una piel, y a los que llegaron a continuación no les ofreció ni tan eso siquiera:
    - ¿Qué quieren que haga con tantas pieles? -les dijo.
    Los campesinos indignados al ver que habían sido engañados por el destripaterrones, y, ansiosos de vengarse, lo acusaron de engaño ante el alcalde. El destripaterrones fue condenado a muerte por unanimidad: sería metido en un barril agujereado y arrojado al río. Lo condujeron a las afueras del pueblo, y dijeron al sacristán que hiciera venir al cura para que le rezara la misa de difuntos. Todos los demás hubieron de alejarse, y al ver el destripaterrones al sacristán, reconoció al que había sorprendido en casa del molinero y le dijo:
    - ¡Yo te saqué del armario; sácame ahora tú del barril!
    Acertó a pasar en aquel momento, guiando un rebaño de ovejas, un pastor de quien sabía el destripaterrones que tenía muchas ganas de ser alcalde, y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
    - ¡No, no lo haré! ¡Aunque el mundo entero se empeñe, no lo haré!
    Oyendo el pastor las voces, se acercó y preguntó:
    - ¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que no quieres hacer?
    Y respondió el condenado:
    - Se empeñan en hacerme alcalde si consiento en meterme en el barril; pero yo me niego.
    A lo cual replicó el pastor:
    - Si para ser alcalde basta con meterse en el barril, yo estoy dispuesto a hacerlo enseguida.
    - Si entras, serás alcalde –le aseguró el labriego.
    El hombre se avino, y se metió en el barril, mientras el otro aplicaba la cubierta y la clavaba. Luego se alejó con el rebaño del pastor. El cura volvió a la aldea y anunció que había rezado la misa, por lo que, fueron todos al lugar de la ejecución, empujaron el barril, el cual comenzó a rodar por la ladera. Gritaba el pastor:
    - ¡Yo quisiera ser alcalde! -pero los presentes, pensando que era el destripaterrones el que así gritaba, respondían:
    - ¡También nosotros lo quisiéramos, pero primero tendrás que dar un vistazo allá abajo! -y el barril se precipitó en el río.
    Regresaron los aldeanos a sus casas, y al entrar en el pueblo se toparon con el destripaterrones, que, muy pimpante y satisfecho, llegaba también conduciendo su rebaño de ovejas. Asombrados, le preguntaron:
    - Destripaterrones, ¿de dónde sales? ¿Vienes del río?
    - Claro -respondió el hombre-, me he hundido mucho, mucho, hasta que, por fin, toqué el fondo. Quité la tapa del barril y salí de él, y he aquí que me encontré en unos bellísimos prados donde pacían muchísimos corderos, y me he traído esta manada.
    Preguntaron los campesinos:
    - ¿Y quedan todavía?
    - Ya lo creo -respondió él-; más de los que pueden llevar.
    Entonces los aldeanos convinieron en ir todos a buscar rebaños; y el alcalde dijo:
    - Yo voy delante.
    Llegaron al borde del río, y justamente flotaban en el cielo azul algunas de esas nubecillas que parecen guedejas, y las llaman borreguillas, las cuales se reflejaban en el agua:
    - ¡Mirad las ovejas, allá en el fondo! -exclamaron los campesinos.
    El alcalde, acercándose, dijo:
    - Yo bajaré primero a ver cómo está la cosa; si está bien, los llamaré.
    Y de un salto, ¡plum!, se zambulló en el agua. Creyeron los demás que les decía: ¡Venid!, y todos se precipitaron tras él. Y he aquí que todo el pueblo se ahogó, y el destripaterrones, como era el único heredero, se convirtió, para su mal, en un hombre rico, pues las riquezas conseguidas con malas artes o patrañas, sólo conducen al infierno.

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    Dama Duende

    Vivió hace mucho tiempo, en un país muy lejano, una linda muchachita curiosa, indiscreta y desobediente. Sus padres no conseguían sacar partido de ella, tan rebelde como era, y les preocupaba que siguiera creciendo sin poder domar su testarudez. Un día se dirigió a ellos con estas palabras: - Mamá, papá, he decidido ir a conocer a la famosa Dama Duende.
    - ¡No vayas hija mía!, - Le advirtieron ellos - Pues su fama proviene de su maldad. Es una mujer siniestra que no guarda nada bueno y no será una visita provechosa para ti. - Sin embargo, - contestó la muchacha - yo he oído que es capaz de hacer prodigios y que dispone de poderes mágicos que le permiten realizar las mayores maravillas. ¡Iré a conocerla!
    De nada sirvieron las advertencias, súplicas y consejos de sus progenitores, y a la mañana siguiente la chiquilla partió en busca de la misteriosa Dama Duende. Caminando por la vereda que conducía a lo más recóndito del bosque, al fín halló la cabaña donde habitaba la extraña mujer: - Entra y cálmate, estás temblando como un ratoncillo asustado - Observó la enigmática Dama al verla.
    - Señora, viniendo hacia aquí he encontrado a un hombre verde que me ha dado un susto de muerte - Explicó la muchacha. - No había razón para tanto miedo, seguramente sería un cazador. - Alegó la dama dulcemente. - También me topé con un hombre negro que me hizo temblar. - Sería un carbonero, no había motivo para temerle. - Razonó la mujer acercándose a la niña.
    - Dama Duende, debo deciros que mientras venía hacia aquí para conoceros hubo otro incidente que me provocó mucho miedo: se cruzó en mi camino un hombre rojo. - A buen seguro era un carnicero: no había motivo para tu miedo. - Respondía la Dama Duende con paciencia. En su cara, una enigmática mueca comenzaba a perfilarse y su voz se tornaba más zalamera con cada palabra pronunciada.
    - También me ocurrió, Señora, que antes de llamar a vuestra puerta atisbé por la ventana y ví al demonio en persona, echando fuego por la boca, con afiladas garras y lanzando estertóreos aullidos. - ¡Ja, ja, ja! - La dama no pudo evitar una sardónica carcajada, al tiempo que cambiaba su agradable y dulce aspecto por el de una horrible bruja, encorvada y fea.
    - Lo único que viste - continuó hablando la mujer a la niña cada vez más espantada -, fue a la Dama Duende ataviada con sus mejores galas y luciendo su verdadero aspecto. Pero no te preocupes, porque llevo mucho tiempo esperándote y tu misión a mi lado va a comenzar en breve. ¡Acércate a mi lado, que me alumbrarás! "Sin duda requiere mi ayuda", - pensó la incauta niña.
    Pero cuando se acercó a la bruja, ésta la convirtió en un tronco de leña que echó a la lumbre de la chimenea, y cuando ya había prendido con el fuego, la horripilante bruja se sentó cerca y dijo en voz alta: - ¡Esta si que da luz! ¡Otra alma inocente en mi hoguera aumentará aún más mi poder! Y nunca más se supo de la curiosa niña y nunca se apagó la llama de aquel tenebroso hogar.

  10. #50
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    El Pescador y su Mujer

    Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

    Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: -Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

    -Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.

    Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

    El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?

    -No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.

    -¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.

    -No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

    -¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

    -¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

    -¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.

    El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:


    Tararira ondino, tararira ondino,
    hermoso pescado, pequeño vecino,
    mi pobre Isabel grita y se enfurece,
    es preciso darla lo que se merece.


    El barbo avanzó hacia él y le dijo: -¿Qué quieres?

    -¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.

    -Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.

    Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.

    Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas. -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?

    -Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.

    -Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.

    Después comieron y se acostaron.

    Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.

    -¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?

    -Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.

    -No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.

    -Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.

    El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.

    Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:


    Tararira ondino, tararira ondino,
    hermoso pescado, pequeño vecino,
    mi pobre Isabel grita y se enfurece,
    es preciso darla lo que se merece.


    -¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

    -¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.

    -Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.

    Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.

    -¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.

    -¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.

    -Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.

    A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:

    -Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.

    -¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.

    -Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.

    -¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.

    -¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.

    El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.

    Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:


    Tararira ondino, tararira ondino,
    hermoso pescado, pequeño vecino,
    mi pobre Isabel grita y se enfurece;
    es preciso darla lo que se merece.


    -¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

    -¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.

    -Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.

    Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:

    -¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?

    -Sí, le contestó, ya soy reina.

    Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:

    -¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

    -De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

    -¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.

    -¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.

    Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.

    Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:


    Tararira ondino, tararira ondino,
    hermoso pescado, pequeño vecino,
    mi pobre Isabel grita y se enfurece,
    es preciso darla lo que se merece.


    -¿Y qué quiere? -dijo el barbo.

    -¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.

    -Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

    Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.

    Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:

    -Mujer, ya eres emperatriz.

    -Sí, le contestó, ya soy emperatriz.

    Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:

    -¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!

    Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.

    Al fin exclamó el marido:

    -¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?

    -Veamos, contestó la mujer.

    Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.

    El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...

    -¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!

    El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:

    -¡Ah, mujer! ¿Qué dices?

    -Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.

    Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.

    -Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.

    -¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.

    Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:

    -No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.

    El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.

    Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:


    Tararira ondino, tararira ondino,
    hermoso pescado, pequeño vecino,
    mi pobre Isabel grita y se enfurece,
    es preciso darla lo que se merece.


    -¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.

    -¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!

    -Vuelve y la encontrarás en la choza.

    Y a estas horas viven allí todavía.

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