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Tema: Cuentos de los Hermanos Grimm

  1. #31
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    Las Tres Lenguas

    En Suiza vivía una vez un viejo conde que tenía sólo un hijo, que era tonto de remate e incapaz de aprender nada. Díjole el padre:
    - Mira, hijo: por mucho que me esfuerzo, no logro meterte nada en la cabeza. Tendrás que marcharte de casa; te confiaré a un famoso maestro; a ver si él es más afortunado.
    El muchacho fue enviado a una ciudad extranjera, y permaneció un año junto al maestro.
    Transcurrido dicho tiempo, regresó a casa, y su padre le preguntó:
    - ¿Qué has aprendido, hijo mío?
    - Padre, he aprendido el ladrar de los perros.
    - ¡Dios se apiade de nosotros! -exclamó el padre-; ¿es eso todo lo que aprendiste? Te enviaré a otra ciudad y a otro maestro.
    El muchacho fue despachado allí, y estuvo otro año con otro maestro. Al volver le preguntó de nuevo el padre:
    - Hijo mío, ¿qué aprendiste?
    Respondió el chico:
    - Padre, he aprendido lo que dicen los pájaros.
    Enfadóse el conde y le dijo:
    - ¡Desgraciado! Has disipado un tiempo precioso sin aprender nada. ¿No te avergüenzas de comparecer a mi presencia? Te enviaré a un tercer maestro; pero si tampoco esta vez aprendes nada, renegaré de ti.
    El hijo residió otro año entero al cuidado del tercer maestro. y cuando, al regresar a su casa, le preguntó su padre:
    - Hijo mío, ¿qué has aprendido? - contestó el muchacho:
    - Padre, este año he aprendido el croar de las ranas.
    Fuera de sí por la cólera, el padre llamó a toda la servidumbre y les dijo:
    - Este hombre ha dejado de ser mi hijo; lo echo de mi casa. ¡Llevadle al bosque y dadle muerte!
    Los criados se lo llevaron; pero cuando iban a cumplir la orden de matarle, sintieron compasión y lo soltaron. Cazaron un ciervo, le arrancaron la lengua y los ojos, y los presentaron al padre como prueba de obediencia.
    El mozo anduvo algún tiempo errante, hasta que llegó a un castillo, en el que pidió asilo por una noche.
    - Bien -díjole el castellano-, si te avienes a pasar la noche en la vieja torre de allá abajo; pero te prevengo que hay peligro de vida, pues está llena de perros salvajes que ladran y aúllan continuamente, y a los que de cuando en cuando hay que arrojar un hombre para que lo devoren.
    Por aquel motivo, toda la comarca vivía sumida en desolación y tristeza, sin que nadie pudiese remediarlo. Pero el muchacho no conocía el miedo y dijo:
    - Iré adonde están los perros; dadme sólo algo para echarles. No me harán nada.
    Como no quiso aceptar nada para sí, diéronle un poco de comida para las furiosas bestias y lo acompañaron hasta la torre. Al entrar en ella, los perros, en vez de ladrarle, lo recibieron agitando amistosamente la cola y agrupándose a su alrededor; comieron lo que les echó y no le tocaron ni un pelo. A la mañana siguiente, ante el asombro general, presentóse el joven sano e indemne al señor del castillo, y le dijo:
    - Los perros me han revelado en su lenguaje el por qué residen allí y causan tantos daños al país. Están encantados, y han de guardar un gran tesoro oculto debajo de la torre. No tendrán paz hasta que este tesoro haya sido retirado; y también me han indicado el modo de hacerlo.
    Alegráronse todos al oír aquellas palabras, y el castellano le ofreció adoptarlo por hijo si llevaba a feliz término la hazaña. Volvió a bajar el mozo, y, una vez enterado de cómo había de proceder, no le fue difícil sacar del sótano un arca llena de oro. Desde aquel instante cesaron los ladridos de los perros, los cuales desaparecieron, quedando así el país libre del azote.
    Al cabo de algún tiempo le dio al joven por ir a Roma en peregrinación. En el camino acertó a pasar junto a una charca pantanoso, donde las ranas croa que te croa. Prestó oídos, y, al comprender lo que decían, entróle una gran tristeza y se quedó caviloso y preocupado. Al llegar a Roma, el Papa acababa de fallecer, y entre los cardenales, había grandes dudas sobre quién habría de ser su sucesor. Al fin convinieron en elegir Papa a aquel en quien se manifestase alguna prodigiosa señal divina. Acababan de adoptar este acuerdo cuando entró el mozo en la iglesia, y, de repente, dos palomas blancas como la nieve emprendieron el vuelo y fueron a posarse sobre sus hombros. Los cardenales vieron en aquello un signo de Dios, y preguntaron al muchacho si quería ser Papa. Él permanecía indeciso, no sabiendo si era digno de ello; pero las palomas lo persuadieron, y, por fin, respondió afirmativamente. Ungiéronlo y consagráronlo, cumpliéndose de este modo lo que oyera a las ranas en el camino y que tanto le había preocupado: que sería Papa. Hubo de celebrar entonces la misa, de la que no sabía ni media palabra; pero las dos palomas, que no se apartaban de sus hombros, se la dijeron toda al oído.

    •   Alt 


        
       

  2. #32
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    El Lebrato Marino

    Vivía cierta vez una princesa que tenía en el piso más alto de su palacio un salón con doce ventanas, abiertas a todos los puntos del horizonte, desde las cuales podía ver todos los rincones de su reino. Desde la primera, veía más claramente que las demás personas; desde la segunda, mejor todavía, y así sucesivamente, hasta la duodécima, desde la cual no se le escapaba nada de cuanto había y sucedía en sus dominios, en la superficie o bajo tierra. Como era en extremo soberbia y no quería someterse a nadie, sino conservar el poder para sí sola, mandó pregonar que se casaría con el hombre que fuese capaz de ocultarse de tal manera que ella no pudiese descubrirlo. Pero aquel que se arriesgase a la prueba y perdiese, sería decapitado, y su cabeza, clavada en un poste. Ante el palacio levantábanse ya noventa y siete postes, rematados por otras tantas cabezas, y pasó mucho tiempo sin que aparecieran más pretendientes. La princesa, satisfecha, pensaba: «Permaneceré libre toda la vida».
    Pero he aquí que comparecieron tres hermanos dispuestos a probar suerte. El mayor creyó estar seguro metiéndose en una poza de cal, pero la princesa lo descubrió ya desde la primera ventana, y ordenó que lo sacaran del escondrijo y lo decapitasen. El segundo se deslizó a las bodegas del palacio, pero también fue descubierto desde la misma ventana, y su cabeza ocupó el poste número noventa y nueve. Presentóse entonces el menor ante Su Alteza, y le rogó le concediese un día de tiempo para reflexionar y, además, la gracia de repetir la prueba por tres veces; si a la tercera fracasaba, renunciaría a la vida. Como era muy guapo y lo solicitó con tanto ahínco, díjole la princesa:
    - Bien, te lo concedo; pero no te saldrás con la tuya.
    Se pasó el mozo la mayor parte del día siguiente pensando el modo de esconderse, pero en vano. Cogiendo entonces una escopeta, salió de caza, vio un cuervo y le apuntó; y cuando se disponía a disparar, gritóle el animal:
    - ¡No dispares, te lo recompensaré!
    Bajó el muchacho el arma y se encaminó al borde de un lago, donde sorprendió un gran pez, que había subido del fondo a la superficie. Al apuntarle, exclamó el pez:
    - ¡No dispares, te lo recompensaré!
    Perdonóle la vida y continuó su camino, hasta que se topó con una zorra, que iba cojeando. Disparó contra ella, pero erró el tiro; y entonces le dijo el animal:
    - Mejor será que me saques la espina de la pata-. Él lo hizo así, aunque con intención de matar la raposa y despellejarla; pero el animal dijo:
    - Suéltame y te lo recompensaré.
    El joven la puso en libertad y, como ya anochecía, regresó a casa.
    El día siguiente había de ocultarse; pero por mucho que se quebró la cabeza, no halló ningún sitio a propósito. Fue al bosque, al encuentro del cuervo, y le dijo:
    - Ayer te perdoné la vida; dime ahora dónde debo esconderme para que la princesa no me descubra.
    Bajó el ave la cabeza y estuvo pensando largo rato, hasta que, al fin, graznó:
    - ¡Ya lo tengo!-. Trajo un huevo de su nido, partiólo en dos y metió al mozo dentro; luego volvió a unir las dos mitades y se sentó encima.
    Cuando la princesa se asomó a la primera ventana no pudo descubrirlo, y tampoco desde la segunda; empezaba ya a preocuparse cuando, al fin, lo vio, desde la undécima. Mandó matar al cuervo de un tiro y traer el huevo; y, al romperlo, apareció el muchacho:
    - Te perdono por esta vez-, pero como no lo hagas mejor, estás perdido.
    Al día siguiente se fue, el mozo al borde del lago y, llamando al pez, le dijo:
    - Te perdoné la vida; ahora indícame dónde debo ocultarme para que la princesa no me vea.
    Reflexionó el pez un rato y, al fin, exclamó:
    - ¡Ya lo tengo! Te encerraré en mi vientre.
    Y se lo tragó, y bajó a lo más hondo del lago. La hija del Rey miró por las ventanas sin lograr descubrirlo desde las once primeras, con la angustia consiguiente; pero desde la duodécima lo vio. Mandó pescar al pez y matarlo, y, al abrirlo, salió el joven de su vientre. Fácil es imaginar el disgusto que se llevó. Ella le dijo:
    - Por segunda vez te perdono la vida, pero tu cabeza adornará, irremisiblemente, el poste número cien.
    El último día, el mozo se fue al campo, descorazonado, y se encontró con la zorra.
    - Tú que sabes todos los escondrijos -díjole-, aconséjame, ya que te perdoné la vida, dónde debo ocultarme para que la princesa no me descubra.
    - Difícil es -respondió la zorra poniendo cara de preocupación; pero, al fin, exclamó:
    - ¡Ya lo tengo!
    Fuese con él a una fuente y, sumergiéndose en ella, volvió a salir en figura de tratante en ganado. Luego hubo de sumergirse, a su vez, el muchacho, reapareciendo transformado en lebrato de mar. El mercader fue a la ciudad, donde exhibió el gracioso animalito, reuniéndose mucha gente a verlo. Al fin, bajó también la princesa y, prendada de él, lo compró al comerciante por una buena cantidad de dinero. Antes de entregárselo, dijo el tratante al lebrato:
    - Cuando la princesa vaya a la ventana, escóndete bajo la cola de su vestido.
    Al llegar la hora de buscarlo, asomóse la joven a todas las ventanas, una tras otra. sin poder descubrirlo; y al ver que tampoco desde la duodécima lograba dar con él, entróle tal miedo y furor, que, a golpes, rompió en mil pedazos los cristales de todas las ventanas, haciendo retemblar todo el palacio.
    Al retirarse y encontrar el lebrato debajo de su cola, lo cogió y, arrojándolo al suelo, exclamó:
    - ¡Quítate de mi vista!
    El animal se fue al encuentro del mercader y, juntos, volvieron a la fuente. Se sumergieron de nuevo en las aguas y recuperaron sus figuras propias. El mozo dio gracias a la zorra, diciéndole:
    - El cuervo y el pez son unos aprendices, comparados contigo. No cabe duda de que tú eres el más astuto.
    Luego se presentó en palacio, donde la princesa lo aguardaba ya, resignada a su suerte. Celebróse la boda, y el joven convirtióse en rey y señor de todo el país. Nunca quiso revelarle dónde se había ocultado la tercera vez ni quien le había ayudado, por lo que ella vivió en la creencia de que todo había sido fruto de su habilidad, y, por ello, le tuvo siempre en gran respeto, ya que pensaba:
    «Éste es más listo que yo».

  3. #33
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    El Piojito y la Pulguita

    Un piojito y una pulguita vivían juntos en el mismo hogar y estaban fabricando cerveza en una cáscara de huevo. El piojito entonces cayó dentro y se abrasó. La pulguita al verlo se puso a gritar. La pequeña puerta del cuarto dijo entonces:

    -¿Por qué gritas, pulguita?
    -Porque el piojito se ha abrasado.

    La puertecita se puso a chirriar. Habló entonces una escobita que había en un rincón:

    -¿Por qué chirrías, puertecita?
    -¿Cómo no voy a chirriar si el piojito se ha abrasado y la pulguita está llorando?

    Así, la pequeña escoba se puso a barrer terriblemente. Pasó entonces por allí un carrito y dijo:

    -¿Por qué barres, escobita?
    -¿Cómo no voy a barrer si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando y la puertecita chirriando?

    El carrito dijo entonces que iba a correr terriblemente, y se puso a correr terriblemente. Pasó corriendo junto al montoncito de estiércol y éste dijo:

    -¿Por qué corres, carrito?
    -¿Cómo no voy a correr si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando y la escobita barriendo?

    El montoncito de estiércol dijo entonces que iba a empezar a arder, y se puso a arder terriblemente. Había allí un arbolito que le dijo:

    - Montoncito de estiércol, ¿por qué ardes?
    -¿Cómo no voy a arder si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo y el carrito corriendo?

    Entonces el arbolito dijo que se iba a sacudir, y se sacudió y perdió todas sus hojas. Aquello lo vio una muchachita que llevaba un cantarito y dijo:

    -Arbolito, ¿por qué te sacudes?
    -¿Cómo no me voy a sacudir si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo, el carrito corriendo y el montoncito de estiércol ardiendo?

    Luego la muchachita dijo que iba a hacer pedazos su cantarito e hizo pedazos su cantarito.

    -Muchachita, ¿por qué haces pedazos tu cantarito? -dijo entonces la fuentecita.
    -¿Cómo no voy a hacer pedazos mi cantarito si el piojito se ha abrasado, la pulguita está llorando, la puertecita chirriando, la escobita barriendo, el carrito corriendo, el montoncito de estiércol ardiendo y el arbolito sacudiéndose?
    -Ay -dijo la fuentecita-, pues entonces yo me voy a desaguar.

    Y se puso a desaguarse tan terriblemente que se ahogaron todos: la muchachita, el arbolito, el montoncito de estiércol, el carrito, la escobita, la pulguita y el piojito.

  4. #34
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    Un Buen Negocio

    Un campesino llevó su vaca al mercado, donde la vendió por siete escudos. Cuando regresaba a su casa hubo de pasar junto a una charca, y ya desde lejos oyó croar las ranas: «¡cuak, cuak, cuak!».

    - ¡Bah! -dijo para sus adentros-. Ésas no saben lo que se dicen. Siete son los que he sacado, y no cuatro-. Al llegar al borde del agua, las increpó:
    - ¡Bobas que sois! ¡Qué sabéis vosotras! Son siete y no cuatro.

    Pero las ranas siguieron impertérritas: «cuak, cuak, cuak».

    - Bueno, si no queréis creerlo los contaré delante de vuestras narices.
    Y sacando el dinero del bolsillo, contó los siete escudos, a razón de veinticuatro reales cada uno. Pero las ranas, sin prestar atención a su cálculo, seguían croando: «cuak, cuak, cuak».

    - ¡Caramba con los bichos! -gritó el campesino, amoscado-. Puesto que os empeñáis en saberlo mejor que yo, contadlo vosotras mismas.
    Y arrojó las monedas al agua, quedándose de pie en espera de que las hubiesen contado y se las devolviesen. Pero las ranas seguían en sus trece, y duro con su «cuak, cuak, cuak», sin devolver el dinero. Aguardó el hombre un buen rato, hasta el anochecer; pero entonces ya no tuvo más remedio que marcharse. Púsose a echar pestes contra las ranas, gritándoles:

    - ¡Chapuzonas, cabezotas, estúpidas! ¡Podéis tener una gran boca para gritar y ensordecernos, pero sois incapaces de contar siete escudos! ¿Os habéis creído que aguardaré aquí hasta que hayáis terminado?

    Y se marchó, mientras lo perseguía el «cuak, cuak, cuak» de las ranas, por lo que el hombre llegó a su casa de un humor de perros.
    Al cabo de algún tiempo compró otra vaca y la sacrificó, calculando que si vendía bien la carne sacaría de ella lo bastante para resarcirse de la pérdida de la otra, y aún le quedaría la piel. Al entrar en la ciudad con la carne, viose acosado por toda una jauría de perros, al frente de los cuales iba un gran lebrel. Saltaba éste en torno a la carne, olfateándola y ladrando: -¡Vau, vau, vau! -Y como se empeñaba en no callar, díjole el labrador:

    - Sí, ya te veo, bribón, gritas «vau vau» porque quieres que te dé un pedazo de vaca. ¡Pues sí que haría yo buen negocio!
    Pero el perro no replicaba sino «vau, vau, vau».
    - ¿Me prometes no comértela y me respondes de tus compañeros?
    - Vau, vau -repitió el perro.
    - Bueno, puesto que te empeñas, te la dejaré; te conozco bien y sé a quién sirves. Pero una cosa te digo: dentro de tres días quiero el dinero; de lo contrario, lo vas a pasar mal. Me lo llevarás a casa.

    Y, descargando la carne, se volvió, mientras los perros se lanzaban sobre ella, ladrando: «vau, vau». Oyéndolos desde lejos, el campesino se dijo: «Todos quieren su parte, pero el grande tendrá que responder».
    Transcurridos los tres días, pensó el labrador: «Esta noche tendrás el dinero en el bolsillo, y esta idea lo llenó de contento. Pero nadie se presentó a pagar. «¡Es que no te puedes fiar de nadie!», se dijo, y, perdiendo la paciencia, fuese a la ciudad a pedir al carnicero que le satisficiese la deuda. El carnicero se lo tomó a broma, pero el campesino replicó:

    - Nada de burlas, yo quiero mi dinero. ¿Acaso el perro no os trajo hace tres días toda la vaca muerta?
    Enojóse el carnicero y, echando mano de una escoba, lo despidió a escobazos.
    - ¡Aguardad -gritóle el hombre-, todavía hay justicia en la tierra! -y, dirigiéndose al palacio del Rey, solicitó audiencia.
    Conducido a presencia del Rey, que estaba con su hija, preguntóle éste qué le ocurría.
    - ¡Ah! -exclamó el campesino-. Las ranas y los perros se quedaron con lo que era mío, y ahora el carnicero me ha pagado a palos-, y explicó circunstanciadamente lo ocurrido.

    La princesa prorrumpió en una sonora carcajada, y el Rey le dijo:

    - No puedo hacerte justicia en este caso, pero, en cambio, te daré a mi hija por esposa. En toda su vida la vi reírse como ahora, y prometí casarla con quien fuese capaz de hacerla reír. Puedes dar gracias a Dios de tu buena suerte!
    - ¡Oh! -replicó el campesino-. No la quiero -, en casa tengo ya una mujer, y con ella me sobra. Cada vez que llego a casa, me parece como si me saliese una de cada esquina.

    El Rey, colérico, chilló:

    - ¡Eres un imbécil!
    - ¡Ah, Señor Rey! -respondió el campesino-. ¡Qué podéis esperar de un asno, sino coces!
    - Aguarda -dijo el Rey-, te pagaré de otro modo. Márchate ahora y vuelve dentro de tres días; te van a dar quinientos bien contados.
    Al pasar el campesino la puerta, díjole el centinela:
    - Hiciste reír a la princesa; seguramente te habrán pagado bien.
    - Sí, eso creo -murmuró el rústico-. Me darán quinientos.
    - Oye -inquirió el soldado-, podrías darme unos cuantos. ¿Qué harás con tanto dinero?
    - Por ser tú, te cederé doscientos -dijo el campesino-. Preséntate al Rey dentro de tres días y te los pagarán.
    Un judío, que se hallaba cerca y había oído la conversación, corrió tras el labrador y le dijo, tirándole de la chaqueta:
    - ¡Maravilla de Dios, vos sí que nacisteis con buena estrella! os cambiaré el dinero en moneda de vellón. ¿Qué haríais vos con los escudos en pieza?
    - Trujamán -contestó el campesino-, puedes quedarte con trescientos. Cámbiamelos ahora mismo, y dentro tres días, el Rey te los pagará.

    El judío, contento del negociete, diole la cantidad en moneda de cobre, ganándose uno por cada tres. Al expirar el plazo, el campesino, obediente a la orden recibida, se presentó ante el Rey.

    - Quitadle la chaqueta -mandó éste-, va a recibir los quinientos prometidos.
    - ¡Oh! -dijo el hombre-, ya no son míos: doscientos los regalé al centinela, y los trescientos restantes me los cambió un judío, así que no me toca ya nada.
    Presentáronse entonces el soldado y el judío a reclamar lo que les ofreciera el campesino, y recibieron en las espaldas los azotes correspondientes. El soldado los sufrió con paciencia; ya los había probado en otras ocasiones. Pero el judío todo era exclamarse:
    - ¡Ay! ¿Esto son los escudos?
    El Rey no pudo por menos de reírse del campesino y, calmado su enojo, le dijo:
    - Puesto que te has quedado sin recompensa, te daré una compensación. Ve a la cámara del tesoro y llévate todo el dinero que quieras.

    El hombre no se lo hizo repetir y se llenó los bolsillos a reventar; luego entró en la posada y se puso a contar el dinero. El judío, que lo había seguido, oyólo que refunfuñaba:

    - Este pícaro de Rey me ha jugado una mala pasada; ¿No podía darme él mismo el dinero, y ahora sabría yo cuánto tengo? En cambio, ahora, ¿quién me dice que lo que he cogido, a mi talante, es lo que me tocaba?
    «¡Dios nos ampare! -dijo para sus adentros el judío-. ¡Este hombre murmura de nuestro Rey! Voy a denunciarlo; de este modo me darán una recompensa y encima lo castigarán».

    Al enterarse el Rey de los improperios del campesino, montó en cólera y mandó al judío que fuese en su busca y se presentase con él en palacio. Corrió el judío en busca del labrador:

    - Debéis comparecer inmediatamente ante el Rey -le dijo-; así, tal como estáis.
    - Yo sé mejor lo que debo hacer -respondió el campesino-. Antes tengo que encargarme una casaca nueva. ¿Crees que un hombre con tanto dinero en los bolsillos puede ir hecho un desharrapado?

    El judío, al ver que no lograría arrastrar al otro sin una chaqueta nueva y temiendo que al Rey se le pasara el enfado y, con él, se esfumara su premio y el castigo del otro, dijo:

    - Os prestaré por unas horas una hermosa casaca; y conste que lo hago por pura amistad. ¡Qué no hace un hombre por amor!
    Avínose el labrador y, poniéndose la casaca del judío, fuese con él a palacio. Reprochóle el Rey los denuestos que, según el judío, le había dirigido.
    - ¡Ay! -exclamó el campesino-. Lo que dice un judío es mentira segura. ¿Cuándo se les ha oído pronunciar una palabra verdadera? ¡Este individuo sería capaz de sostener que la casaca que llevo es suya!
    - ¿Cómo? -replicó el judío-. ¡Claro que lo es! ¿No acabo de prestárosla por pura amistad, para que pudierais presentaros dignamente ante el Señor Rey?

    Al oírlo el Rey, dijo:

    - Fuerza es que el judío engañe a uno de los dos: al labrador o a mí.
    Y mandó darle otra azotaina en las costillas, mientras el campesino se marchaba con la buena casaca y el dinero en los bolsillos, diciendo:
    - Esta vez he acertado.

  5. #35
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    Los Doce Hermanos

    Éranse una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con sus doce hijos, todos varones. Un día, el Rey dijo a su esposa:
    — Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.

    Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la Reina, con orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.
    Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como en la Biblia, le dijo, al fin:
    — Madrecita, ¿por qué estás tan triste?
    — ¡Ay, hijito mío! -respondióle ella-, no puedo decírtelo.

    Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:
    — Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y seréis enterrados en ellos.
    Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:
    — No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.

    Respondió ella entonces:
    — Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver todos; pero si es una niña, pondré una bandera roja. Huid en este caso tan deprisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me levantaré a rezar por vosotros: en invierno, para que no os falte un fuego con que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.

    Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque. Montaban guardia por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en la torre. Transcurridos once días, llególe la vez a Benjamín, el cual vio que izaban una bandera. ¡Ay! No era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía que debían morir. Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:
    — ¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre. Adentráronse en la selva, y en lo más espeso de ella, donde apenas entraba la luz del día, encontraron una casita encantada y deshabitada:
    — Viviremos aquí -dijeron-. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar comida.

    Y fuéronse al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la verdad es que el tiempo no se les hacía largo.

    Entretanto había crecido la niña que diera a luz la Reina; era hermosa, de muy buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente. Un día que en palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su madre:
    — ¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.
    Le respondió la Reina con el corazón oprimido:
    — Hijita mía, son de tus doce hermanos.
    — ¿Y dónde están mis doce hermanos -dijo la niña-. Jamás nadie me habló de ellos:

    La Reina le dijo entonces:
    — Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo. Y, llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y le mostró los doce ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:
    — Estos ataúdes -díjole- estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron al bosque antes de nacer tú -y le contó todo lo ocurrido. Dijo entonces la niña:
    — No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.
    Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso bosque.

    Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al entrar en ella encontróse con un mocito, el cual le preguntó:
    — ¿De dónde vienes y qué buscas aquí? -maravillado de su hermosura, de sus regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.
    — Soy la hija del Rey -contestó ella- y voy en busca de mis doce hermanos; y estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul, hasta que los encuentre.

    Mostróle al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era su hermana.
    — Yo soy Benjamín, tu hermano menor- le dijo. La niña se echó a llorar de alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después dijo el muchacho:
    — Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos tenido que abandonar nuestro reino.
    A lo que respondió ella:
    — Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.
    — No, no -replicó Benjamín-, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta que lleguen los once restantes; yo hablaré con ellos y los convenceré.

    Hízolo así la niña.
    Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaron a la mesa. Mientras comían preguntaron a Benjamín:
    — ¿Qué novedades hay?
    A lo que respondió su hermanito:
    — ¿No sabéis nada?
    — No -dijeron ellos.
    — ¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me he quedado en casa, sé más que vosotros? -replicó el chiquillo.
    — Pues cuéntanoslo -le pidieron.
    — ¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?
    — Sí -exclamaron todos-, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.
    — Entonces dijo Benjamín:
    — Nuestra hermana está aquí -y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda y delicada que nunca ¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello, besándola con toda ternura!

    La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar lo que traían.

    Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner siempre el puchero en el hogar a tiempo, para que al regresar los demás encontrasen la comida dispuesta. Ocupábase también en la limpieza de la casa y lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y blanquísimas. Los hermanos hallábanse contentísimos con ella, y así vivían todos en gran unión y armonía. He aquí que un día los dos pequeños prepararon una sabrosa comida, y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.

    Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían doce lirios de esos que también se llaman «estudiantes». La niña, queriendo obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores, para regalar una a cada uno durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín. La pobre niña se quedó sola en plena selva oscura, y, al volverse a mirar a su alrededor, encontróse con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:
    — Hija mía. ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas?

    Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos. A lo que respondió la muchachita, llorando:
    — ¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?
    — No -dijo la vieja-. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan difícil que no podrás libertar a tus hermanos: pues deberías pasar siete años como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases, aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu sacrificio habría sido inútil: aquella palabra mataría a tus hermanos.

    Díjose entonces la princesita, en su corazón: «Estoy segura de que redimiré a mis hermanos». Y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.

    Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un Rey, que iba de cacería. Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de morada a la princesita y se puso a saltar en derredor, sin cesar en sus ladridos. Al acercarse el Rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su esposa. Ella no le respondió de palabra; únicamente hizo con la cabeza un leve signo afirmativo. Subió entonces el Rey al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio. Celebróse la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase ni riese una sola vez.

    Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del Rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven Reina, diciendo a su hijo:
    — Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera podría reír; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.

    Al principio, el Rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y de tantas maldades la acusó, que, al fin, el Rey se dejó convencer y la condenó a muerte.
    Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada. Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues seguía queriéndola a pesar de todo. Y he aquí que cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de los siete años de su penitencia.

    Oyóse entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos, que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa. Apresuráronse a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y la abrazaron y besaron tiernamente.

    Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar, contó al Rey el motivo de su mutismo y de por qué nunca se había reído. Mucho se alegró el Rey al convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta su muerte. La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue condenada. Metida en una tinaja llena de aceite hirviente y serpientes venenosas, encontró en ella una muerte espantosa.

  6. #36
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    El Músico Prodigioso

    Había una vez un músico prodigioso que vagaba solito por el bosque dándole vueltas a la cabeza. Cuando ya no supo en qué más pensar, dijo para sus adentros: “En la selva se me hará largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme un buen compañero.” Descolgó el violín que llevaba suspendido del hombro y se puso a rascarlo, haciendo resonar sus notas entre los árboles. A poco se presentó el lobo, saliendo de la maleza. “¡Ay! Es un lobo el que viene. No es de mi gusto ese compañero,” pensó el músico. Pero el lobo se le acercó y le dijo: “Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender.” - “Pues no te será difícil,” respondióle el violinista, “si haces todo lo que yo te diga.” - “Sí, músico,” asintió el lobo, “te obedeceré como un discípulo a su maestro.” El músico le indicó que lo siguiera, y, tras andar un rato, llegaron junto a un viejo roble, hueco y hendido por la mitad. “Mira,” dijo el músico, “si quieres aprender a tocar el violín, mete las patas delanteras en esta hendidura.” Obedeció el lobo, y el hombre, cogiendo rápidamente una piedra y haciéndola servir de cuña, aprisionó las patas del animal tan fuertemente, que éste quedó apresado, sin poder soltarse. “Ahora aguárdame hasta que vuelva,” dijo el músico y prosiguió su camino.

    Al cabo de un rato volvió a pensar: “En el bosque se me va a hacer largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme otro compañero.” Cogió su violín e hizo sonar una nueva melodía. Acudió muy pronto una zorra, deslizándose entre los árboles. “Ahí viene una zorra,” pensó el hombre. “No me gusta su compañía.” Llegóse la zorra hasta él y dijo: “Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender.” - “No te será difícil,” contestó el músico, “sólo debes hacer cuanto yo te mande.” - “Sí, músico,” asintió la zorra, “te obedeceré como un discípulo a su maestro.” - “Pues sígueme ordenó él.” Y no tardaron en llegar a un sendero, bordeado a ambos lados por altos arbustos. Detúvose entonces el músico y, agarrando un avellano que crecía en una de las márgenes, lo dobló hasta el suelo, sujetando la punta con un pie; hizo luego lo mismo con un arbolillo del lado opuesto y dijo al zorro: “Ahora, amiguito, si quieres aprender, dame la pata izquierda de delante.” Obedeció la zorra, y el hombre se la ató al tronco del lado izquierdo. “Dame ahora la derecha,” prosiguió. Y sujetóla del mismo modo en el tronco derecho. Después de asegurarse de que los nudos de las cuerdas eran firmes, soltó ambos arbustos, los cuales, al enderezarse, levantaron a la zorra en el aire y la dejaron colgada y pataleando. “Espérame hasta que regrese,” díjole el músico, y reemprendió su ruta.

    Al cabo de un rato, volvió a pensar: “El tiempo se me va a hacer muy largo y aburrido en el bosque; veamos de encontrar otro compañero.” Y, cogiendo el violín, envió sus notas a la selva. A sus sones acercóse saltando un lebrato: “¡Bah!, una liebre,” pensó el hombre, “no la quiero por compañero.” - “Eh, buen músico,” dijo el animalito. “Tocas m y bien; me gustaría aprender.” - “Es cosa fácil,” respondió él, “siempre que hagas lo que yo te mande.” - “Sí, músico,” asintió el lebrato, “te obedeceré como un discípulo a su maestro.” Caminaron, pues, juntos un rato, hasta llegar a un claro del bosque en el que crecía un álamo blanco. El violinista ató un largo bramante al cuello de la liebre, y sujetó al árbol el otro cabo. “¡Ala! ¡Deprisa! Da veinte carreritas alrededor del álamo,” mandó el hombre al animalito, el cual obedeció. Pero cuando hubo terminado sus veinte vueltas, el bramante se había enroscado otras tantas en torno al tronco, quedando el lebrato prisionero; por más tirones y sacudidas que dio, sólo lograba lastimarse el cuello con el cordel. “Aguárdame hasta que vuelva,” le dijo el músico, alejándose.

    Mientras tanto, el lobo, a fuerza de tirar, esforzarse y dar mordiscos a la piedra, había logrado, tras duro trabajo, sacar las patas de la hendidura. Irritado y furioso, siguió las huellas del músico, dispuesto a destrozarlo. Al verlo pasar la zorra, púsose a lamentarse y a gritar con todas sus fuerzas: “Hermano lobo, ayúdame. ¡El músico me engañó!” El lobo bajó los arbolillos, cortó la cuerda con los dientes y puso en libertad a la zorra, la cual se fue con él, ávida también de venganza. Encontraron luego a la liebre aprisionada, desatáronla a su vez, y, los tres juntos, partieron en busca del enemigo.

    En esto el músico había vuelto a probar suerte con su violín, y esta vez con mejor fortuna. Sus sones habían llegado al oído de un pobre leñador, el cual, quieras que no, hubo de dejar su trabajo y, hacha bajo el brazo, dirigióse al lugar de donde procedía la música. “Por fin doy con el compañero que me conviene,” exclamó el violinista, “un hombre era lo que buscaba, y no alimañas salvajes.” Y púsose a tocar con tanto arte y dulzura, que el pobre leñador quedóse como arrobado, y el corazón le saltaba de puro gozo. Y he aquí que en esto vio acercarse al lobo, la zorra y la liebre, y, por sus caras de pocos amigos, comprendió que llevaban intenciones aviesas. Entonces el leñador blandió la reluciente hacha y colocóse delante del músico como diciendo: “Tenga cuidado quien quiera hacerle daño, pues habrá de entendérselas conmigo.” Ante lo cual, los animales se atemorizaron y echaron a correr a través del bosque, mientras el músico, agradecido, obsequiaba al leñador con otra bella melodía.

  7. #37
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    Gentuza

    Había una vez un gallito que le dijo ala gallinita: “Las nueces están maduras. Vayamos juntos a la montarla y démonos un buen festín antes de que la ardilla se las lleve todas.” - “Sí,” dijo la gallinita, “varaos a darnos ese gusto.” Se fueron los dos juntos y, como el día era claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé muy bien si fue por lo mucho que habían comido o porque se volvieron muy arrogantes, pero el caso es que no quisieron regresar a casa andando y el gallito tuvo que construir un pequeño coche con cáscaras de nuez. Cuando estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo al gallito: “Anda, ya puedes engancharte al tiro.” - “¡No!” dijo el gallito. “¡Vaya, lo que me faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero y sentarme en el pescante, pero tirar yo... ¡Eso sí que no lo haré!”

    Mientras así discutían, llegó un pato graznando: “¡Eh, vosotros, ladrones! ¡Quién os ha mandado venir a mi montaña ¿le las nueces? ¡lo vais a pagar caro!” Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió contra el pato y luego le clavó el espolón con tanta fuerza que éste, le suplicó clemencia y, como castigo, accedió a dejarse enganchar al tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante e hizo de cochero, y partieron al galope. “¡Pato, corre todo lo que puedas!” Cuando habían recorrido un trecho del camino se encontraron a dos caminantes: un alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes les echaron el alto y les dijeron que pronto sería completamente de noche, por lo que ya no podrían dar ni un paso más, que, además, el camino estaba muy sucio y que si podían montarse un rato; habían estado a la puerta de la taberna del sastre y tomando cerveza se les había hecho demasiado tarde. El gallito, como era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, les dejó montar, pero tuvieron que prometerle que no lo pisarían. A última hora de la tarde llegaron a una posada y, como no querían seguir viajando de noche y el pato, además, ya no andaba muy bien y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en ella. El posadero al principio puso muchos reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero probablemente también pensó que aquellos viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin embargo, cedió cuando le dijeron con buenas palabras que le darían el huevo que la gallinita había puesto por el camino y también podría quedarse con el pato, que todos los días ponía uno. Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y se dieron la buena vida. Por la mañana temprano, cuando apenas empezaba a clarear y en la casa aún dormían todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió el huevo, lo cascó de un picotazo y ambos se lo comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser, que todavía estaba durmiendo, la agarraron de la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon volando sobre los campos. El pato, que había querido dormir al raso y se había quedado en el patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del coche. Un par de horas después el posadero se levantó de la cama, se lavó y cuando fue a secarse con la toalla se desgarró la cara con el alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos. “Esta mañana todo acierta a ciarme en la cabeza,” dijo, y se sentó enojado en su sillón: “¡Ay, ay, ay!” La aguja de coserle había acertado e n un sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza. Entonces se puso muy furioso y sospechó de los huéspedes que habían llegado tan tarde la noche anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se habían marchado. Así juró que no volvería a admitiren su casita chusma como aquélla, que corre mucho, no paga nada y encima lo agradece con malas pasadas.

  8. #38
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    Juan Sin Miedo

    Había una vez un padre que tenía dos hijos, el mayor de los dos era listo y prudente, y podía hacer cualquier cosa. Pero el joven, era estúpido y no podía aprender ni entender nada, y cuando la gente lo veía pasar decían:

    - Este chico dará problemas a su padre. -

    Cuando había que hacer algo, era siempre el hermano mayor el que tenía que hacerlo, pero si su padre le mandaba a traer algo cuando era tarde o en mitad de la noche, y el camino le conducía a través del cementerio o algún otro sombrío lugar, contestaba:

    - ¡Oh no padre!, no iré, me causa pavor. - Ya que tenía miedo.

    Cuando se contaban historias alrededor del fuego que ponían la carne de gallina, los oyentes algunas veces decían:

    - ¡Me da miedo! -

    El chico se sentaba en una esquina y escuchaba como los demás, pero no podía imaginar lo que era tener miedo:

    - Siempre dicen: "Me da miedo" o "Me causa pavor". - pensaba -Esa debe ser una habilidad que no comprendo. -

    Ocurrió que el padre le dijo un día al muchacho:

    - Escúchame con atención, te estás haciendo grande y fuerte, y debes aprender algo que te permita ganarte el pan. -

    - Bien padre, - respondió el joven - la verdad es que hay algo que quiero aprender, si se puede enseñar. Me gustaría aprender a tener miedo, no entiendo del todo lo que es eso.-

    El hermano mayor sonrió al escuchar aquello y pensó: "Dios santo, que cabeza de adoquín es este hermano mío. Nunca servirá para nada.

    El padre suspiró y le respondió: - pronto aprenderás a tener miedo, pero no vivirás de eso.-

    Poco después el sacristán fue a la casa de visita y el padre le expuso su problema, contándole que su hijo menor estaba tan retrasado en cualquier cosa que no sabía ni aprendía nada. -Fíjate - le dijo el padre - cuando le pregunté cómo iba a ganarse la vida me dijo que quería aprender a tener miedo.-

    - Si eso es todo. - respondió el sacristán - puede aprenderlo conmigo. Mándamelo y lo despabilaré pronto-

    El padre estaba contento de enviar a su hijo con el sacristán por que pensaba que aquello serviría para entrenar al chico. Entonces el sacristán tomó al chico bajo su tutela en su casa y tenía que hacer sonar la campana de la iglesia. A los dos días el sacristán lo despertó a media noche, y lo hizo levantarse para ir a la torre de la iglesia y tocar la campana.

    "Pronto aprenderás lo que es tener miedo" pensaba el sacristán. Este sin que el chico se diese cuenta, se le adelantó y subió a la torre. Cuando el chico estaba en lo alto de la torre y se dio la vuelta para coger la cuerda de la campana vio una figura blanca de pie en las escaleras al otro lado del pozo de la torre.

    - ¿Quién está ahí?- gritó el chico, pero la figura no respondió ni se movió.

    - Responde, - gritó el chico - o vete. No se te ha perdido nada aquí por la noche. -

    El sacristán, sin embargo, continuó de pie inmóvil para que el chico pensara que era un fantasma. El chico gritó por segunda vez:

    - ¿Qué haces aquí?. Di si eres honrado o de lo contrario te tiraré por las escaleras.-

    El sacristán pensó que era un farol así que no hizo ningún ruido y permaneció quieto como una estatua de piedra. Entonces el chico le avisó por tercera vez y como no sirvió de nada, se lanzó contra él y empujó al fantasma escaleras abajo. El "fantasma" rodó diez escalones y se quedó tirado en una esquina. Entonces el chico hizo sonar la campana, se fue a casa, y sin decir una palabra se fue a la cama y se durmió. La esposa del sacristán estuvo esperando a su marido un buen rato, pero no regresó. Al rato se inquietó y despertó al chico. Le preguntó:

    -¿Sabes donde está mi marido? Subió a la torre antes que tú. -

    - No lo sé. - respondió el chico - Pero alguien estaba de pie al otro lado del pozo de la torre, y como no me respondía ni se iba, lo tomé por un ladrón y lo tiré por las escaleras. Ve a ver si era él, sentiría que así fuese.-

    La mujer salió corriendo y encontró a su marido quejándose en la esquina con una pierna rota. Lo llevó abajo y luego llorando se apresuró a ver al padre del chico.

    - Tu hijo, - gritaba ella - ha sido el causante de un desastre. Ha tirado a mi marido por las escaleras de forma que se ha roto una pierna. Llévate a ese inútil de nuestra casa. -

    El padre estaba aterrado y corrió a regañar al muchacho: -¿Qué broma perversa es esta?, el Demonio debe habértela metido en la cabeza. -

    - Padre, - respondió - escúchame. Soy inocente. Él estaba allí de pie en mitad de la noche como si fuese a hacer algo malo. No sabía quien era y le dije que hablara o se fuera tres veces. -

    -¡Ah!- dijo el padre - sólo me traes disgustos. Vete de mi vista, no quiero verte más.-

    - Sí padre, como desees, pero espera a que sea de día. Entonces partiré para aprender lo que es tener miedo, y entonces aprenderé un oficio que me permita mantenerme. -

    - Aprende lo que quieras, - dijo el padre - me da igual. Aquí tienes cincuenta monedas para ti. Cógelas y vete por el mundo entero, pero no le digas a nadie de donde procedes, ni quién es tu padre. Tengo razones para estar avergonzado de ti. -

    - Si, padre, se hará como deseas. Si no quieres nada más que eso, puedo recordarlo fácilmente. -

    Así que al amanecer, el chico se metió las cincuenta monedas en el bolsillo y se alejó por el camino principal diciéndose continuamente: - Si pudiera tener miedo, si supiera lo que es temer...-

    Un hombre se acercó y escuchó el monólogo que mantenía el joven, y cuando habían caminado un poco más lejos, donde se veían los patíbulos, el hombre le dijo: - Mira, ahí está el árbol donde siete hombres se han casado con la hija del soguero , y ahora están a prendiendo a volar. Siéntate cerca del árbol y espera al anochecer, entonces aprenderás a tener miedo.-

    - Si eso es todo lo que hay que hacer, es fácil. - contestó el joven -Pero si aprendo a tener miedo tan rápido , te daré mis cincuenta monedas. Vuelve mañana por la mañana temprano. -

    Entonces el joven se fue el patíbulo, se sentó al lado y esperó hasta el atardecer. Como tenía frío encendió un fuego , pero a media noche el viento soplaba tan fuerte que a pesar del fuego no podía calentarse. Y como el viento hacía chocar a los ahorcados entre sí y se balanceaban de un lado para otro, pensó: "Si yo tiemblo aquí junto al fuego, cuánto deben frío deben estar sufriendo estos que están arriba".

    Como le daban pena, levantó la escalera, subió y uno a uno los fue desatando y bajando. Entonces avivó el fuego y los dispuso a todos alrededor para que se calentasen. Pero estuvieron sentados sin moverse y el fuego prendió sus ropas. Así que el muchacho les dijo: - Tened cuidado u os subiré otra vez.-

    Los ahorcados no le escucharon y permanecieron en silencio dejando que sus harapos se quemaran.

    Eso hizo que el joven es enfadara, y dijo: - si no queréis tener cuidado, no puedo ayudaros, no me quemaré con vosotros. - y volvió a subirlos a todos a su sitio. Después se sentó junto al fuego y se quedó dormido. A la mañana siguiente el hombre vino para obtener sus cincuenta monedas, le dijo: - Bien, ahora sabes lo que es tener miedo. -

    - No, - contestó el muchacho - ¿cómo quiere que lo sepa si esos tipos de ahí arriba no han abierto la boca?, y son tan estúpidos que dejan que los pocos y viejos harapos que llevan encima se quemen. -

    El hombre, viendo que ese día no iba a conseguir las cincuenta monedas, se alejó diciendo:- Nunca me había encontrado con un joven así. -

    El joven continuó su camino y una vez más comenzó a mascullar: - Si pudiera tener miedo... -

    Un carretero que andaba a grandes zancadas tras él lo escuchó y le preguntó: -¿quién eres?. -

    - No lo sé. - respondió el joven.

    Entonces el carretero preguntó: -¿De donde eres?. -

    - No lo sé.- respondió el muchacho.

    -¿Quién es tu padre?- insistió.

    - No puedo decírtelo. - respondió el chico.

    -¿qué es eso que estás siempre murmurando entre dientes?. - preguntó el carretero.

    - Ah, - respondió el joven - me gustaría aprender a tener miedo, pero nadie puede enseñarme. -

    - Deja de decir tonterías. - dijo el carretero -Vamos, ven conmigo y encontraré un sitio para ti. -

    El joven fue con el carretero y al atardecer llegaron a una posada donde pararon a pasar la noche. A la entrada del salón el joven dijo en alto: - Si pudiera temer... -

    El posadero lo escuchó y riendo dijo: - si eso es lo que quiere puede que aquí encuentres una buena oportunidad. -

    - Cállate, - dijo la posadera - muchos entrometidos ya han perdido su vida, sería una pena y una lástima si unos ojos tan bonitos no volviesen a ver la luz del día. -

    Pero el muchacho dijo: - No importa lo difícil que sea, aprenderé. Es por eso que he viajado tan lejos.- Y no dejó en paz al posadero hasta que al final le contó que no lejos de allí se levantaba un castillo encantado donde cualquiera podría aprender con facilidad lo que era tener miedo, si podía permanecer allí durante tres noches. El rey había prometido que cualquiera que lo consiguiese tendría la mano de su hija que era la mujer más hermosa sobra la que había brillado el Sol. Por otro lado en el castillo se encuentra un gran tesoro guardado por malvados espíritus. Ese tesoro sería liberado y harían rico a cualquiera. Algunos hombres ya lo han intentado, pero todavía ninguno ha salido.

    A la mañana siguiente el joven fue a ver al rey y le dijo: - Si se me permite, desearía pasar tres noches en el castillo encantado. -

    El rey le observó y como el joven le agradaba le dijo: - Puedes pedir tres cosas para llevarlas contigo al castillo, pero han de ser tres objetos inanimados. -

    Entonces el chico contestó: - Pues quiero un fuego, un torno y una tabla para cortar con el cuchillo. - EL rey hizo llevar esas cosas al castillo durante el día. Cuando se acercaba la noche, el joven fue al castillo y encendió un brillante fuego en una de las salas, puso la tabla y el cuchillo a su lado y se sentó junto al torno. - Si pudiera tener miedo, - decía - pero tampoco lo aprenderé aquí. -

    Hacia medianoche estaba atizando el fuego, y mientras le soplaba, algo gritó de repente desde una esquina: - Miau, miau. Tenemos frío. -

    - Tontos, - respondió él - por qué os quejáis. Si tenéis frío venid a sentaros junto al fuego y calentaros. -

    Cuando dijo esto dos enormes gatos negros salieron dando un tremendo salto y se sentaron cada uno a un lado del joven. Los gatos lo observaban con mirada fiera y salvaje. Al poco, cuando entraron en calor, dijeron: - Camarada, juguemos a las cartas. -

    - ¿Por qué no?. - contestó el chico - Pero primero enseñadme vuestras zarpas. -

    Los gatos sacaron las garras. -¡Oh!, - dijo él - tenéis las uñas muy largas. Esperad que os las corto en un momento. -

    Entonces los cogió por el pescuezo los puso en la tabla para cortar y les ató las patas rápidamente.

    - Después de veros los dedos, - dijo - se me han pasado las ganas de jugar a las cartas. -

    Luego los mató y los tiró fuera al agua. Pero cuando se había desecho de ellos e iba a sentarse junto al fuego, de cada agujero y esquina salieron gatos y perros negros con cadenas candentes, y siguieron saliendo hasta que no se pudo mover. Aullaban horriblemente, desparramaron el fuego y trataron de apagarlo. El joven los observó tranquilamente durante unos instantes, pero cuando se estaban pasando de la raya, cogió el cuchillo y gritó:

    - Fuera de aquí sabandijas. - y comenzó a acuchillarlos. Algunos huyeron, mientras que los que mató los lanzó al foso. Entonces volvió y atizó las ascuas del fuego y entró en calor. Cuando terminó no podía mantener los ojos abiertos y le entró sueño. Miró a su alrededor y vio una enorme cama en un rincón.

    - Justo lo que necesitaba.- dijo y se metió en ella. Justo cuando iba a cerrar los ojos la cama empezó a moverse por sí misma y le llevó por todo el castillo.

    - Esto está muy bien, - dijo - pero ve más rápido. - Entonces la cama rodó como si seis caballos tiraran de ella, arriba y abajo, por umbrales y escaleras. Pero de repente giró sobre sí misma y cayó sobre él como una montaña. Lanzando al aire edredones y almohadas salió y dijo: - Hoy en día dejan conducir a cualquiera. - Luego se tumbó junto a su fuego y durmió hasta la mañana siguiente.

    A la mañana siguiente el rey fue a verle y cuando lo vio tirado en el suelo, pensó que los espíritus lo habían matado. Dijo: - Después de todo es una pena, un hombre tan apuesto... -

    El joven lo escuchó, se levantó, y dijo: - No es para tanto. -

    El rey estaba perplejo, pero muy feliz, y le preguntó cómo le había ido. - La verdad es que bastante bien. - dijo - Ya ha pasado una noche, las otras dos serán del mismo estilo.-

    Fue a ver al posadero, quien poniendo los ojos como platos dijo: - Nunca esperé volverte a ver con vida. ¿Ya has aprendido a tener miedo?-

    - No, - respondió - es inútil. Si alguien me lo pudiera explicar. -

    La segunda noche volvió al viejo castillo, se sentó junto al fuego y una vez más comenzó su cantinela: - Si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -

    A medianoche se escuchó alrededor un gran alboroto que parecía como si el castillo se viniera abajo. Al principio se escuchaba bajo, pero fue creciendo más y más. De repente todo quedó en silencio y al rato con un gran grito, medio hombre cayó por la chimenea justo delante de él.

    - Hey, - gritó el joven - falta la mitad. Con esto no es suficiente.- Entonces el alboroto comenzó de nuevo, se escucharon rugidos y gemidos y la otra mitad cayó también.

    - Tranquilo, - dijo el joven - voy a avivarte el fuego. -

    Cuando había terminado y miró alrededor, las dos piezas se habían unido y hombre espantoso estaba sentado en su sitio.

    - Eso no entraba en el trato, - dijo él - ese banco es mío. -

    El hombre intentó empujarle, pero el joven no lo permitió, así que lo echó con todas sus fuerzas y se sentó en su sitio.

    Más hombres cayeron por la chimenea uno detrás de otro, cogieron nueve piernas humanas y dos calaveras y las dispusieron para jugar a los bolos. El joven también quería jugar: - Escuchadme, ¿Puedo jugar? -

    - Si tienes dinero, sí. - respondieron ellos.-

    - Si que lo tengo. - respondió - Pero vuestras bolas no son demasiado redondas. -

    Cogió las calaveras, las puso en el torno y las redondeó. -Así, - dijo - ahora rodarán mucho mejor.-

    - Hurra, - dijeron los hombres - ahora nos divertiremos. -

    Jugó con ellos y perdió algo de dinero, pero cuando dieron las doce todo desapareció de su vista. Se acostó y se quedó dormido. A la mañana siguiente el rey fue a ver como estaba: - ¿cómo te ha ido esta vez?- le preguntó.

    - He estado jugando a los bolos, - respondió - y he perdido un par de monedas. -

    - Entonces no has tenido miedo? - preguntó el rey.

    -¿Qué?- dijo - Si me lo he pasado estupendamente. He hecho de todo menos saber lo que es tener miedo. -

    La tercera noche se sentó en su banco y entristecido dijo: - Si pudiera tener miedo...-

    Cuando se hizo tarde, seis hombres muy altos entraron trayendo consigo un ataúd. Le dijeron al joven:

    - Ja, ja, ja. Es mi primo, que murió hace unos días.- y llamó con los nudillos en el ataúd - Sal, primo, sal. -

    Pusieron el ataúd en el suelo, abrieron la tapa y se vio un cadáver tumbado en su interior. El joven le tocó la cara pero estaba fría como el hielo. - Espera, - dijo - te calentaré un poco- Se fue al fuego, se calentó las manos y las puso en la cara del difunto, pero esta continuó fría. Lo sacó del ataúd, lo sentó junto al fuego y lo apoyó en su pecho frotándole los brazos para que la sangre circulara de nuevo. Como esto tampoco funcionaba, pensó: " cuando dos personas se meten en la cama se dan calor mutuamente". Así que se lo llevó a la cama, lo tapó y se tumbó junto a él. Al rato el cadáver entró en calor y comenzó a moverse.

    El joven el dijo:- ¿Ves primo como te he hecho entrar en calor?. -

    Sin embargo el cadáver se levantó y dijo: - Te estrangularé. -

    -¿Cómo?, - dijo el joven - ¿Así me lo agradeces? Pues te vas a ir a tu ataúd ahora mismo. -

    Y lo cogió en volandas, lo tiró al ataúd y cerró la tapa. Entonces los seis hombres vinieron y se llevaron el ataúd.

    - No puedo aprender a tener miedo. - dijo el muchacho - Nunca en mi vida aprenderé. -

    Un hombre más alto que los demás entró y tenía un aspecto terrible. Era viejo y tenía una larga barba blanca.

    - Pobre diablo,- gritó el viejo - pronto sabrás lo que es tener miedo, porque vas a morir.-

    - No tan deprisa, . respondió el muchacho - que yo tendré algo que decir en eso de que voy a morir.-

    - Pronto acabaré contigo.- dijo el demonio.

    - Tómatelo con calma y no digas bravuconadas que soy tan fuerte como tú o quizá más. -

    - Lo comprobaremos. - dijo el viejo - Si eres más fuerte, te dejaré ir. Ven y lo comprobaremos.-

    Lo condujo a través de oscuros pasajes hasta una forja, allí el viejo cogió una enorme hacha y de un tajo partió un yunque en dos.

    - Puedo mejorarlo. - dijo el muchacho y se fue a otro yunque. El viejo se acercó para observar con la barba colgando. El joven levantó el hacha, partió el yunque de un tajo y en el camino cortó la barba del viejo.

    - Te he vencido. - dijo el joven - ahora te toca morir a ti.- Y con una barra de hierro golpeó al viejo hasta que empezó a llorar y a pedirle que parara, que si lo hacía le daría grandes riquezas.

    El joven soltó la barra de hierro y le dejó libre. El viejo lo condujo de nuevo al castillo y en un sótano le mostró tres cofres llenos de oro.

    - De todo esto, - dijo el viejo - uno es para los pobres, otro es para el rey y el tercero es para ti.-

    Entretanto dieron las doce y el espíritu desapareció y el joven se quedó a oscuras.

    - Creo que podré encontrar las salida. - dijo el joven. Y tanteando consiguió encontrar el camino hasta la sala donde estaba el fuego y durmió junto a él.

    A la mañana siguiente el rey fue a verle y le dijo: - Ya tienes que haber aprendido lo que es tener miedo. -

    - No, - contestó - vino un muerto y un hombre con barba me enseño un montón de dinero abajo, pero nadie me ha dicho lo que es tener miedo. -

    - Entonces, - dijo el rey - has salvado el castillo y te casarás con mi hija. -

    - Todo eso está muy bien, - dijo el joven - pero sigo sin saber lo que es tener miedo.-

    Se repartió el oro y se celebró la boda. Pero por mucho que quisiese a su esposa y por muy feliz que fuese el joven rey siempre decía: - si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -

    Eso acabó por enfadar a su esposa: "Encontraré una cura, aprenderá a tener miedo."

    Fue al río que atravesaba el jardín y se trajo un cubo lleno de gobios. Por la noche, cuando el joven rey estaba dormido, su esposa le quitó las sábanas y le vació encima el cubo lleno de agua fría con los gobios, de manera que los pececitos se pusieron a dar saltos sobre él. El se despertó y gritó: - ¡Qué susto! , ahora sé lo que es asustarse. -

  9. #39
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    El Enano Saltarín

    Este es quizá uno de los cuentos de los hermanos Grimm más populares, llevando el nombre de Rumpelstilzchen, o bien conocido bajo la denominación de Rumpelstiltskin, denominación que deriva de Rumpelstilz, una criatura que era considerada como un Duende Maligno.

    Esta pequeña criatura no tenía otra misión más que la de hacer ruidos, asustando a las personas, contando para ello unos zancos (en alemán, Rumpeln) siendo entonces un ser más que curioso, aunque en esta historia es más bien una criatura bastante diferente a la que su nombre adjudica.

    Está presente en una gran cantidad de historias y cuentos, y hasta en algunas series o películas, como la cuarta entrega de la saga del ogro Shrek

    Sin más que decir, os dejo con este simpático cuento:


    Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: “Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca.” El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.

    Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: “Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."

    La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.

    Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: “Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación.” Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior.

    La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: “¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?” preguntó al hacerse visible. “Sólo tengo esta sortija.” Dijo la doncella tendiéndole el anillo. “Empecemos pues,” respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: “Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa.” Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: “¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?” Preguntó, saltando, a la chica. “No tengo más joyas que ofrecerte,” y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. “Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo,” demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro.” - “Dijo para sus adentros.” Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba. Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.

    Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.

    “Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras.” ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo,” exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: “Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.

    Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:

    “Hoy tomo vino,
    y mañana cerveza,
    después al niño sin falta traerán.
    Nunca, se rompan o no la cabeza,
    el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!”

    Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: “¡Te llamas Rumpelstiltskin!”

    “¡No puede ser!” gritó él, “¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!” Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.

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    Los Tres Pajarillos

    Hará cosa de mil años, o tal vez más, que en estas tierras había muchos reyezuelos. Uno de ellos vivía en Teuteberg y era aficionado a la caza. Un día en que, como muchos, salió del castillo con sus cazadores, tres muchachas guardaban sus vacas al pie del monte, y, al ver al Rey con tantos cortesanos, exclamó la mayor, señalándole y dirigiéndose a sus hermanas:
    - ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
    Respondióle la segunda, que estaba del otro lado de la montaña, señalando al que iba a la derecha del Rey:
    - ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
    Y la tercera, señalando al que se hallaba a la izquierda:
    - ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!
    Los dos últimos eran los dos ministros. Oyólo todo el Rey, y, de vuelta a palacio, mandó llamar a las tres hermanas y preguntóles qué habían dicho la víspera en la montaña. Las doncellas se negaron a repetirlo, y entonces el Rey preguntó a la mayor si lo quería por marido. Ella respondió afirmativamente, y los ministros preguntaron lo mismo a las otras dos, pues las tres eran hermosas y de lindo rostro, sobre todo la Reina, que tenía cabellos como de lino.
    Las dos hermanas menores no tuvieron hijos, y un día en que, el Rey hubo de ausentarse, mandólas que se quedasen a hacer compañía a la Reina para animarla, pues esperaba ser pronto madre. Dio a luz un niño, que vino al mundo con una estrella completamente roja, y entonces las dos hermanas se concertaron para arrojar al agua a la linda criatura. Cuando ya hubieron cometido el crimen -creo que lo echaron al río Weser- un pajarillo se remontó a las alturas cantando:
    «La muerte ha venido
    porque Dios lo quiere.
    Mas florece un lirio;
    buen niño, ¿tú lo eres?».
    Al oírlo las dos hermanas, asustáronse en extremo y se alejaron a toda prisa. Al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había dado a luz un perro. Respondió el Rey:
    - Lo que hace Dios, bien hecho está.
    Pero a orillas del río vivía un pescador, que sacó del agua al niño, vivo todavía, y, como su mujer no tenía hijos, lo adoptaron.
    Al cabo de un año, el Rey se hallaba nuevamente de viaje, y la Reina tuvo otro hijo, que, como la vez anterior, fue arrojado al río por las malvadas hermanas. Volvió a remontarse la avecilla, cantando nuevamente:
    «La muerte ha venido
    porque Dios lo quiere.
    Mas florece un lirio;
    buen niño, ¿tú lo eres? ».
    Y al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había traído al mundo otro perro, a lo que él respondió como la primera vez:
    - Lo que hace Dios, bien hecho está.
    Pero también el pescador salvó al segundo niño y se lo llevó a su casa.
    Volvió a marcharse el Rey, y la Reina tuvo una niña, que también fue arrojada al río por las perversas hermanas. Y otra vez voló el pajarillo, cantando:
    «La muerte ha venido
    porque Dios lo quiere.
    Mas florece un lirio;
    buena niña, ¿tú lo eres?».
    Al Rey le dijeron, a su vuelta a palacio, que la Reina había tenido un gato, y el monarca, encolerizado, mandó encerrar a su esposa en una cárcel, donde se pasó largos años.
    Mientras tanto, los niños habían crecido, y un día el mayor salió de pesca con otros muchachos de la localidad. Éstos no lo querían, sin embargo, y, para librarse de él, le dijeron:
    - ¡Anda, cunero, sigue tu camino!
    El niño, afligido, fue a preguntar al viejo pescador si era verdad aquello, y entonces su padre adoptivo le explicó que un día, hallándose de pesca, lo había sacado del agua. Respondióle el mocito que quería marcharse en busca de su padre, y aunque el pescador le rogó que se quedase, fue tal la insistencia del muchacho, que, al fin, hubo de ceder.
    Púsose el chico en camino y estuvo andando muchos días seguidos; al fin, llegó a un río muy grande y caudaloso, en cuya orilla pescaba una mujer muy vieja.
    - Buenos días, abuelita -dijo el muchacho.
    - Gracias -respondióle la vieja.
    - Tendrás que estar pescando muchas horas, antes de coger un pez -le dijo él.
    - Y tú tendrás que buscar mucho tiempo, antes de encontrar a tu padre -replicóle la anciana-. ¿Cómo pasarás el río?
    - ¡Ay, sólo Dios lo sabe! -exclamó el mozo.
    Entonces la vieja se lo cargó en hombros y lo trasladó a la otra orilla; y él siguió buscando durante largo tiempo sin obtener noticias de su padre.
    Transcurrido un año, su hermano salió en su busca. Llegó al borde del río, y le sucedió lo que al otro. Y ya sólo quedaba en casa la niña, la cual echaba tanto de menos a sus hermanos, que, al fin, se decidió a rogar al pescador la permitiese salir también a buscarlos. Al llegar al río, dijo a la vieja:
    - ¡Buenos días, madrecita!
    - Muchas gracias -respondióle la mujer.
    - ¡Qué Dios os ayude en vuestra pesca! -prosiguió la niña.
    Al oír estas palabras, la anciana, cariñosa, la pasó a la orilla opuesta y, dándole una vara, le dijo:
    - Sigue siempre por este camino, hija mía, y cuando veas un gran perro negro, pasa por delante de él sin chistar y sin manifestar temor, pero sin reírte ni mirarlo. Llegarás luego a un vasto palacio abierto, en el dintel dejas caer la vara, atraviesas el edificio de punta a punta y sales por el lado opuesto. Hay allí un antiguo manantial, en el que ha crecido un alto árbol; de una de sus ramas cuelga una jaula con un pájaro; llévatela. Llenas entonces un vaso de agua de la fuente, y emprendes el camino de regreso con las dos cosas. Al atravesar el dintel recoges la vara que dejaste caer, y, cuando vuelvas a pasar junto al perro, golpéale en la cara, asegurándote de que lo aciertas; luego te vienes de nuevo a encontrarme.
    Todo sucedió como predijera la vieja, y, ya de vuelta, se encontró con sus hermanos, que habían explorado medio mundo. Siguieron los tres juntos hasta el lugar en que estaba el perro negro, y la niña lo golpeó en la cara. Inmediatamente quedó transformado en un hermoso príncipe que se sumó a ellos, y, así, llegaron al río. Alegróse la vieja al verlos a todos y los llevó a la orilla opuesta, desapareciendo después, ya que también ella había quedado desencantada. Los demás se encaminaron a la morada del viejo pescador, todos contentísimos de estar nuevamente reunidos. La jaula con el pájaro la colgaron de la pared.
    Pero el segundo hijo no permaneció en casa; armándose de un arco, se marchó a la caza. Cuando se sintió cansado, sacó su flauta y se puso a entonar una melodía. El Rey, que se hallaba también cazando, se le acercó al oírla:
    - ¿Quién te ha autorizado para cazar aquí? -preguntóle.
    - Nadie -respondió el joven.
    - ¿De quién eres? -siguió preguntando el Rey. Y replicó el muchacho:
    - Soy hijo del pescador.
    - ¡Pero si el pescador no tiene hijos! -respondió el Rey.
    - Si no quieres creerlo, ven conmigo.
    Hízolo así el Rey y fue a interrogar al pescador, el cual le contó toda la historia; y, en cuanto hubo terminado, el pájaro enjaulado prorrumpió a cantar:
    «Solita está la madre
    en la negra prisión.
    ¡Oh, rey! Ahí están tus hijos,
    sangre de tu corazón.
    Las hermanas impías
    causaron tu dolor.
    Al agua los echaron,
    los salvó el pescador».
    Asustáronse todos; el Rey se llevó a palacio al pájaro, al pescador y a los tres hijos, y mandó abrir la prisión y libertar a su esposa, la cual se hallaba enferma y en miserable estado. Pero su hija le dio a beber agua de la fuente, y, en el acto, quedó fresca y sana. Las dos malvadas hermanas fueron condenadas a morir en la hoguera, y la hija se casó con el príncipe.

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